Érase una vez, que se era, una
ciudad que como todas las ciudades importantes, y las no tanto, aprovechaba la
llegada de la Navidad para engalanar sus calles con innumerables luces llenas
de colorido y significado. Las calles no
solo se llenaban de luces, también se llenaban de mercadillos de objetos
navideños, de música de villancicos y de viandantes que buscaban con el
regocijo propio del tiempo los regalos solicitados en ilusionadas cartas o de
viva voz. Y al aire de las calles los escaparates se llenaban de adornos y
belenes compitiendo por atraer la atención de los que por allí pasaban. Y una
vez al año, una única y mágica vez al año, los Reyes Magos concentraban a una
cantidad imposible de personas de todas las edades que se hacinaban sin
molestarse, con un inusual civismo, en un recorrido que parecía guardar parte
de la magia de un año para otro. Los niños adelante, o subidos en las
escaleras, o en cualquier sitio preferente que les permitiera ver el paso de la
colorista caravana que se remataba con el paso de la carroza del Rey Baltasar
que recogía los últimos y ya casi afónicos gritos de la multitud que se sentía
obligada a recordar sus peticiones. Como si sus Majestades no las supieran ya
sobradamente. Y así acontecía año tras año, y año tras año los habitantes de la
ciudad esperaban con ilusión la llegada de esas fechas para sacar toda su
alegría y sentido mágico.
Pero un día llegó a la alcaldía
el más moderno, el más sabio, el más triste de los alcaldes de esa ciudad. Un
señor lleno de soberbia y distancia y la dejó sin la ilusión, sin la alegría,
sin la magia que la habían caracterizado. Como había que ahorrar, entre otras
cosas para pagar su despacho palacio, eliminó la mayor parte de las luces. Las
que no eliminó las sustituyó por otras frías y carentes de significado festivo,
porque consumían menos y no ofendían a los que se ofendían. Los motivos
navideños fueron sustituidos por adornos conceptuales o por guías de
sofronización a base de palabras que nada tenían que ver con lo que se
celebraba. Los colores chillones por paneles uniformes o, en el mejor de los
casos, bicolores. Elegantísimos y sofisticados según algunos, tristes y fríos
según los más. No contento con todo esto desplazó el recorrido de la cabalgata
a un sitio también frío y en el que no se sabía si aquello que pasaba era el
desfile de carnaval, el día del orgullo gay o la cabalgata de los Reyes Magos.
Bueno ya tampoco importaba, porque muchos de los ciudadanos, de los mayores al
menos, dejaron de asistir.
Finalmente el más moderno, el más
sabio, el más triste de los alcaldes de la ciudad dejó el cargo para pasar sus
irrenunciables atributos al ministerio de justicia del que, como primera
medida, desalojó a la justicia por falta de liquidez. Pero el daño ya estaba
hecho. Los ciudadanos cuando querían disfrutar de la Navidad como ellos la
habían conocido se iban a París, o a Londres o a Nueva York, que no habían
tenido la suerte de disfrutar del moderno y elegante alcalde al que los
ciudadanos le importaban un pito. Así les iba, despilfarrando y ofendiendo a
los que se ofendían.
Ah¡, que no he dicho la ciudad,
pongamos que hablo de Madrid.
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