Desde que el calendario, con la complicidad del reloj,
desgranó el uno de enero del año dos mil todos los uno de enero me levanto y
me asomo a la ventana con la esperanza de ver a los vehículos antigravitatorios
circulando por doquier y en el horizonte
lejano un resplandor que identifique la partida o aterrizaje de una nave
espacial en el astródromo de mi ciudad.
Los coches circulan con normalidad por la autovía y algún avión maniobra
en acercamiento. Me miro entonces al espejo y compruebo que no voy vestido de algún
tejido brillante y ajustado, cosa que agradezco debido a que tampoco mi figura
ha cambiado lo necesario, y que mis zapatillas son las de cuadros de toda la
vida.
Luego me preparo una palomita y me siento a ver el concierto
de año nuevo que después de tantos años ya no parece tan nuevo. Afortunadamente
no hay periódicos.
Con resignación inicio otro año de espera del futuro del
siglo XXI que leía en la novelas de ciencia ficción de mi adolescencia. Con
confianza comienzo un año de espera para comprobar si el próximo uno de enero
llega ese futuro que tanto se está retrasando.
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