Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”. Francisco
de Quevedo a Isabel de Borbón, reina consorte de España, que era
efectivamente coja. El muso de las calles actuales diría algo así como:
"Isabel, coja de mierda, ojalá te maten" o de forma que ritme más
porque es poeta.
Tal como te anuncié en mi carta
anterior, vayamos ahora con el segundo ingrediente de lo que acontece, aunque
solo sea porque es la razón invocada en este momento para esas noches de orgía
violenta, idénticas a esas otras que antes se dieron invocando la independencia
catalana. Exactamente iguales, con los mismos protagonistas, que al parecer lo
mismo se apuntan a un roto que a un descosido siempre que haya opción de
utilizar la coacción ciudadana y de paso, como quien no quiere la cosa,
llevarse para casa algún que otro objeto escapado de algún escaparate al paso.
Partamos de que a mí, y ya lo he
dicho varias veces, los valores y los derechos me gustan sin apellidos. Cuando
apellidamos algún derecho lo que estamos haciendo es recortándolo, y,
precisamente por eso, hablar de la libertad de expresión me produce la
sensación de estar hablando más de una renuncia, de un fracaso, que de un
logro.
Porque invocar el derecho a la
libertad de expresión es un reconocimiento explícito de que no existe la
libertad, sin más, sin etiquetas, sin acotaciones y, por tanto, reconocemos la
imperfección del mundo en el que vivimos. Invocar la libertad de expresión
significa que nuestros derechos y obligaciones emanan de una legislación que
los limita, que los tutela, y sobre la que le hemos otorgado el derecho a ser
administrada a alguna institución de un ente pretendidamente superior al
individuo. Por la fuerza o por nuestra delegación, que eso ya dependerá del sistema en el que convivamos.
Y, si le hemos otorgado ese derecho,
eso significará que hay unas reglas aceptadas que marcan los límites, las
excepciones y las represalias que su incumplimiento conlleva. En eso consiste
la convivencia reglada, en que hay una institución que vela porque se cumplan
las reglas, las leyes, y que dice actuar en nombre de la colectividad.
En un mundo ideal la libertad de
expresión no necesitaría ser invocada, es más, ni siquiera existiría el
concepto, ya que existiría la libertad, sin apellidos. Pero este no es un mundo
ideal, y la libertad está regulada. Concretamente, la libertad de expresión
está regulada porque debe de estar limitada por el derecho al honor y por la
prohibición de incitar al odio y a la violencia.
Ambas limitaciones, el derecho al
honor y la persecución del odio, se hacen necesarias dada la tremenda confusión
que sufren algunos individuos, algunas organizaciones, al considerar que la
libertad, habitualmente su libertad, es tener derecho a todo, sin límites, sin
cortapisas, sin tutelas, sin importar a quién se daña en su ejercicio.
Pero fuera de esas tutelas
existentes, fuera de instituciones o cargos públicos, la pretensión de utilizar
la libertad de expresión como excusa, nunca como argumento, para insultar,
menospreciar, humillar, vilipendiar o zaherir a otra persona, la pretensión de ampararse
en la libertad de expresión para llamar al linchamiento, al acoso, a la muerte
de otra persona, lo único que puede demostrar es el absoluto desprecio por los
derechos ajenos y una necesidad acuciante de educación. No de “buena educación”,
sino de educación en valores, de esa educación que genera un compromiso ético
personal.
¿Cuándo es lícito reclamar la
libertad de cualquier tipo? La prueba del algodón no engaña, la seguridad de
estar reclamando lo justo solo es constatable cuando el derecho a defender, la
opinión a permitir, es contraria a la nuestra. No es que debamos renunciar a
reclamar lo que consideremos reclamable para nosotros mismos, evidentemente,
pero siendo estrictos en nuestra mirada, siempre habremos de considerar que la reclamación de derechos
que se acomodan a nuestro pensamiento debería de estar bajo la sospecha de la
conveniencia, mientras que reclamar el derecho ajeno nos permite estar convencidos
de hacer lo correcto.
Pero esa prueba no se hace. Falla
de forma estrepitosa. Falla porque se invoca el derecho a la libertad de expresión
desde una posición que pretende limitar ese derecho a los que no compartan
cierto alineamiento político, porque los que reclaman su derecho a expresarse
libremente son los mismos que se manifestaron contrarios a que otros lo
hicieran no hace mucho tiempo. Porque los que dicen reclamar ese derecho para
ellos pretenden limitarlo para todos los que opinen de una forma diferente.
Me resulta doloroso,
extremadamente doloroso y significativo, comprobar como la libertad de
expresión se reclama con argumentos y acciones de corte fascista. Como al
amparo de la etiqueta anti-fascista se mancillan derechos y libertades con actitudes
fascistas de libro, y además se hace invocando los mismos derechos y libertades
que esas actitudes niegan a los demás, a la inmensa mayoría.
No, en la libertad, en los
derechos, no todo vale. No porque la ley lo mande, no porque lo diga un
gobierno, un partido o una institución. No todo vale porque lo dice la ética,
esa que emana del rigor de la propia mirada, del compromiso con las libertades
y los derechos ajenos.
Y como sé que me lo vas a decir, no,
no he hablado de ese personajillo mediocre, medrador y carente de la ética más
elemental que ha servido de excusa para todo lo que está sucediendo. No voy ni
a pronunciar su nombre porque sería hacerle un tributo a su megalomanía
perniciosa, inmoral. La provocación, como argumento para medrar, es tan antigua
como la humanidad, pero, si ha habido provocadores geniales, me vale Quevedo,
otros, como el de actualidad, son hijos de la mediocridad de su tiempo.
En definitiva, por si no había
quedado claro, la libertad de expresión debe de ser absoluta en cuanto crítica
a instituciones, a organismos, a cualquier tipo de ente colectivo que
administra, decide o regula en nombre de una colectividad, pero jamás debe de
permitirse para inferir un daño, moral o físico, a un ciudadano, o a una
institución que representa una forma colectiva de entender la vida.
Me voy a permitir, para acabar,
contarte una anécdota que puede ilustrar el trastoque de valores. Corría el
principio de los setenta en Orense, cuando se organizó una protesta, promovida
por intelectuales, artistas y políticos de diversas tendencias (todas
prohibidas), consistente en una reunión en la catedral. Solo hubo un detenido,
Jaime Quesada, pintor famoso, por proferir la expresión “me cago en Franco”.
Una vez interrogado fue puesto en libertad porque alegó que el Franco al que se
refería no era el jefe del estado, era su cuñado, cuñado que se llamaba Franco
Muela.
En un estado totalitario se
protege a las instituciones y se desprotege al individuo, en un estado de derecho
Jaime Quesada debería de haber sido imputado por una falta al honor de su
cuñado, y totalmente absuelto por criticar a la institución de la Jefatura del Estado
en el nombre del que ostentaba el cargo.
A mí que se metan con el rey, con
los ministros, o con cualquier símbolo del estado, del gobierno o de los
partidos, me parece un ejercicio más o menos sano en función de la inteligencia
de la exposición, de su fundamento y de la intención del reclamante, pero si
alguien insulta, o falta al respeto a algún individuo, se llame Felipe de
Borbón, Pedro Sánchez, Pablo Iglesias o Santiago Abascal, fuera de su cometido
institucional, me parece intolerable, y, desde luego, fuera del amparo de
ningún derecho o libertad. Si la llamada además es a la violencia, ya me da
igual si la víctima es individual o colectiva, la violencia no puede estar
amparada por ningún derecho porque es la negación misma de todo derecho.
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