El Tula, en otros lugares
pilla-pilla, era un juego habitual en las calles y los parques de mi infancia,
un juego que no discriminaba y en el que la única regla fija es que hacían
falta dos o más jugadores. Su nombre era un apocope de “tú la quedas” y
consistía en que uno perseguía a los demás hasta que conseguía tocar a otro,
que pasaba a ser el perseguidor.
Una de las mejores y mayores
muestras de la ignominia en la que vivimos es que la política que se practica
en estos momentos, esa política de muertos y forofismos, de sinvergüenzas y
mediocres, o de sinvergüenzas mediocres, es que me pueda recordar a un juego
infantil.
El bochornoso espectáculo al que
estamos asistiendo, un espectáculo en el que todos los culpables se declaran
inocentes y le pasan el turno del Tula al opositor, cuando no al coaligado, que
a su vez devuelve sin empacho y sin mácula el turno de ofendido, es demoledor. Porque en
este juego, en este espectáculo, en esta ignominia, en esta masacre, nadie
tiene la culpa de nada en primera persona, ni del singular ni del plural.
Sin duda los muertos son el argumento
que nadie puede soslayar. Los muertos existen, como existen, y estos son los
más perjudicados y peligrosos, los deudos de esos muertos. Unos deudos que han
tenido que sufrir la pérdida de familiares, en algunos casos por partida doble
ya que una vez muertos tuvieron grandes dificultades para localizar sus
cuerpos, una inmoral dificultad para lograr la certeza de que el muerto recibido
era el muerto reclamado. Esos deudos que, en muchos caos, según veían pasar el
tiempo y el dolor, han transformado estos en una indignación que ha pasado de
sorda a reivindicativa, y han decidido pasar de las flores y la memoria a los
tribunales.
Hay pocos espectáculos más
éticamente insufribles que asistir al lanzamiento de cadáveres a cabeza ajena.
Pero pocos no es ninguno, y si el de los políticos luchando a cadáver partido
roza el límite, el de los forofos correspondientes en las redes sociales,
insultando, esparciendo basura y consignas, fomentando el odio y la antiética,
rebasa ampliamente ese límite.
En este país la ética suele ser
confundida con la soberbia de reclamarla, la honradez con el orgullo de la
falsa dignidad, la verdad con el cuento aceptado por los propios. En este país,
y seguramente no es el único pero si el mío, la ética es aquello que yo puedo aplicarle
a los demás.
Seguramente por eso, desde que El
Forges puso la figura en el “candelabro”, se ha perdido la impagable
oportunidad de crear el Real Cuerpo de Motoristas Dimitidores. Ahora más que
nunca, tanto como siempre, sería necesario un cuerpo independiente de personas
que armadas de rasqueta y agua caliente, y portando un sobre con un escrito de
dimisión, visitaran las poltronas con adherencias inquebrantables. Claro que el
fallo de mi argumento está en la propia realidad. He dicho un cuerpo
independiente, como lo deberían de ser la prensa, la fiscalía o el poder
judicial, pero eso los partidos no lo permiten porque su único objetivo es
conseguir un poder omnímodo.
Ahora nos queda asistir a la
sublimación del Tula, al todos contra todos que se va perfilando, a la
evolución judicial inevitable ante la incapacidad de asumir responsabilidades
por parte de ninguno, ante la imposible asunción ética de esas responsabilidades.
Yo he jugado mucho al Tula, horas
que sumadas harían días, incluso semanas, por eso no permito que nadie me
distraiga del que “se la queda”. La responsabilidad siempre la tiene el que
detenta el poder, y en un poder piramidal, como son las autonomías, la
responsabilidad mayor es del que ocupa la mayor altura en la pirámide. Pero que
sea mayor no significa que sea única.
Los muertos de las residencias no
son solo de uno, son de todos, de los altos funcionarios que dirigían servicios
esenciales y permitieron lo que pasó, de los consejeros de las comunidades que
intervinieron en una criminal decisión, del presidente de la comunidad que los
nombró, de los ministros responsables de las áreas implicadas que no intervinieron
a pesar de ser su competencia y su función, y del presidente del gobierno que
los nombró. Todos ellos son culpables, todos ellos tienen nombre, todos ellos
tienen la poca vergüenza de tirarse los muertos a la cabeza intentando lograr
un rédito político que los incapacita éticamente para ninguna función representativa,
que los invalida moralmente para hablar de inocentes y culpables.
La única solución decente, ética,
comprometida con el bien común, sería una dimisión en bloque de todos los
políticos en ejercicio, estén al nivel que estén, una incapacitación de por
vida para ellos, y convocatoria de nuevas elecciones. Pero ni eso verán
nuestros ojos, ni siquiera la convocatoria de elecciones, ni siquiera la solicitud
básica de una renovación de confianza que tienen claro que no lograrían.
Ya hay no sé cuántas demandas
presentadas, en juzgado locales, en juzgados autonómicos, en juzgados
nacionales e internacionales, y estamos empezando. Y en este clima pretenden
que pasemos los próximos tres años. Siento vergüenza, vergüenza ajena.
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