Ya antes de la pandemia existía
un profundo debate entre médicos a propósito de cómo enfrentarse a la
enfermedad, a cualquier enfermedad. Frente a la medicina clásica, la que trata
la enfermedad en curso, la evolución de los conocimientos médicos puso en marcha
la medicina preventiva. Esa medicina, más bien esas prácticas médicas, que
permitía anticiparse al riesgo cierto de sufrir determinadas enfermedades antes
de que estas pudieran desarrollarse. Los mayores emblemas de esta medicina
podrían ser las vacunas y la creación de ciertos hábitos alimentarios en base a
evitar dolencias futuras.
Pero aunque la medicina
preventiva tiene sus detractores, sus polémicas abiertas en cuanto a que ha
generado conductas de tipo moral, una parte de la medicina ha dado una vuelta
de tuerca más con la medicina anticipativa, medicina que algunos no dudan en
asociar a unas motivaciones económicas. La medicina anticipativa es aquella que
intenta anticipar, mediante tratamientos, enfermedades que seguramente nunca se
desarrollarían. Tratamientos que en muchos casos generan o favorecen, con sus
efectos secundarios, dolencias producidas por la reacción al tratamiento de la
enfermedad anticipativamente tratada.
Existe, incluso, un movimiento
médico contra esta forma de practicar la medicina y sus consecuencias,
representado por una frase: “Primum non nocere”, primero no hacer daño. Antes
de intentar sanar, no perjudicar.
Yo tengo la sensación de que en
la forma de afrontar la pandemia ha habido algo de estas tres corrientes
médicas, algo de tradicional, algo de preventivo y mucho de anticipativo.
Sin duda se ha practicado la
medicina clásica mediante el trabajo inabarcable de los sanitarios en lucha
diaria con los infectados que desarrollaban la enfermedad. Su combate, sin los
medios adecuados, sin los medios prometidos, sin los medios que día a día se
decía a la población que iban a llegar y nunca llegaban, ha sido, seguramente,
una de las más grandes gestas médicas de la historia.
Pero también se ha practicado la
medicina preventiva, la distancia social, la higiene personal y la renuncia a
ejercer derechos individuales consolidados en favor de una expansión más lenta,
son sin duda medidas características de una aplicación preventiva de los
conocimientos médicos.
Pero, para mí, la reclusión total
que hemos sufrido en España, es más propia de una medicina anticipativa, que de
una medicina preventiva. Lo es en su forma de enfocarse y lo es en el resultado
al que nos enfrentamos tras varias semanas de aislamiento anticipativo.
Hemos encerrado a todos, los que
estaban infectados y los que no, los que desarrollaban la enfermedad y los
asintomáticos, todos conjuntamente separados sin saber ni cuál era su situación respecto al contagio, ni cuales
iban a ser las consecuencias de ese enclaustramiento. Las consecuencias médicas, porque las
sociales, las económicas y las anímicas estaban bastante claras desde el
principio.
El problema es que da la
impresión de que el grupo INCOGNITO, ese de asesores secretos del gobierno, no
sabe cómo acabar con esta situación y asumir que estamos prácticamente en la
casilla de salida. Como explicarle a la población, a los ciudadanos, que el
tiempo pasado en confinamiento solo ha servido para retrasar el inevitable
choque con la enfermedad, que tiene que producirse antes o después para que la
inmunidad colectiva empiece a desarrollarse. Es verdad que no es tiempo
perdido, que es tiempo que ha servido para mejorar las infraestructuras, para
fortalecer los equipamientos, pero es que esa era una obligación de los
administradores anterior a esta enfermedad, a enfermedades pasadas y a las
futuras enfermedades que ya nos acechan.
Porque con el 5% de infectados,
estamos donde estábamos hace casi tres meses, pero con algo más de músculo
sanitario. Nos quedan por delante momentos muy duros, ojalá me equivoque, pero
como no nos acaban de contar las cosas como son, como siguen tratándonos como a
incapaces e incompetentes (piensa el ladrón que todos son de su condición), nos
han dejado con el miedo metido en el cuerpo y sin la información imprescindible
para poder administrarlo. Nos toca convivir con el bicho en un ejercicio
imprescindible de exquisitez social, y seguir encerrados no es una opción viable.
Tendremos que ser tacaños con nuestros afectos y ocios, pero no vivir de
espaldas a ellos. Y todo eso nos lo tendrían que contar asumiendo la
responsabilidad que por su gestión les corresponde, pero no lo verán nuestros
ojos.
Hemos empezado esta reintegración
paulatina a nuestra vida cotidiana demonizando a todo aquel que atente contra
nuestro miedo, a los que no respeten las reglas que creemos que nos dan
seguridad. Entiendo y comparto la preocupación y el rechazo hacia cualquier
persona que aumente con su actitud el riesgo de contagio. El miedo es libre, y
como manifestación de tal supongo las actitudes intransigentes de unos e
inconscientes de otros, pero la educación es una carencia que tampoco podemos
permitirnos porque esa educación es la que nos lleva a actitudes tan nocivas
como el virus. El confinamiento ha sido excesivo porque, en contra de países
como Suecia, Alemania, Portugal... que han hecho un confinamiento más
permeable, ha impedido que montemos una base para una inmunidad de rebaño (término
técnico), que hoy por hoy sería la única defensa accesible. Esta falta de
inmunidad colectiva nos pone en riesgo de sufrir rebrotes de tanta intensidad
como este primer brote, pero el miedo no nos puede dejar encerrados hasta
dentro de meses, o años (recuerdo que aún no existe una vacuna real contra el
VIH). Los dos grandes peligros a los que nos enfrentamos a día de hoy son el
virus y su utilización política, esa si que es una pandemia, y los insultos
pertenecen más a la segunda que al primero. NI la derecha, ni la izquierda, ni
ninguna ideología tienen en sus manos la solución a la enfermedad, pero sí, y
la usan, la capacidad de enfrentar a la mitad de la población con la otra
mitad.
Posiblemente el detonante de
tanta decisión tomada tarde, o mal, o tarde y mal, ha sido el encontrarnos con
un sistema sanitario real, deficitario en medios e infraestructuras, frente a
un sistema sanitario idealizado por su compromiso, el de los profesionales, por
su preparación, la de los profesionales, y por su sentido universalista, hasta
más allá de lo razonable para igualar recursos y prestaciones.
Ahora unos políticos dirán que la
culpa es de los otros, y los otros dirán que la culpa es de los unos. Yo diré,
como dice el dicho: “entre todos la mataron y ella sola se murió”. La situación
de nuestro envidiado, y en tiempos envidiable, sistema sanitario, del que solo rescato
al personal, no es un problema de responsables, si no de irresponsables. No es
un problema estético-ideológico, es un problema de presupuestos e interés. Es
un problema de lenguaje y de mediocres designados para su gestión.
Saldremos de esta, no nos queda
más remedio, pero nuestro gran fracaso será que saldremos manteniendo a una
clase política, mediocre, ineficaz y mentirosa. Así, sin medias tintas y sin
salvar a ninguno.
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