Perdón, papá, perdón, perdón,
perdón, perdón, perdón. Tal vez las
veces que te lo pida sean suficientes, tal vez,
para ti, con una fuera bastante, pero me temo que el que va a tener
problemas para perdonarse soy yo mismo. Es posible que tenga la culpa tan
profundamente clavada que no consigo encontrar la penitencia para poder aliviar
el pesar que me invade.
Alguien tuvo la brillante
ocurrencia de inventar la frase de: “una vez viejo, dos veces niño”. Merece un
castigo acorde con la futilidad y perversidad de su afirmación. Ayer, mientras
te cambiábamos en un estado lamentable, pensaba en cuál era la diferencia entre
lo que estaba haciendo contigo y la misma tarea que había realizado el día
anterior con tu biznieta. No, la tarea no tenía nada que ver. El problema no
era de peso, de facilidad de manejo, o de otras apreciaciones de tipo
escatológico. No, el problema era de dignidad. El problema es que la dignidad
de un viejo no es el doble que la ausencia de dignidad, la inocencia, de un
bebé. Tú jamás hubieras permitido ciertas cosas que ahora te son cotidianas.
Así que lo único que me queda es
pedirte perdón, muchas veces, insuficientes veces, convertir el deseo de perdón
en un mantra que me permita mirarme al espejo sin despreciarme en mi imagen
como hijo.
Perdón, papá, por mi debilidad,
por haber cedido cuando tu enfermedad apenas empezaba a manifestarse y permitir
que me convencieran de que estabas perfectamente y que era solo mi exageración
la que veía un problema donde no lo había. Si no hubiera cedido, si no me
hubiera conformado y hubiera intervenido tal vez las cosas hubieran discurrido
de diferente forma.
Perdón, papá, por mi cobardía.
Cuando la enfermedad ya era manifiesta fui incapaz de enfrentarme para
conseguir medidas preventivas que demoraran y aliviaran tu mal. Por mi cobardía
hasta hace unos días intentando evitar un enfrentamiento a cambio de no actuar
como yo creo que deberíamos para darte los cuidados que yo creo que necesitas.
Perdón, papá, por no preservar tu
dignidad, por permitir que sucedan cosas que tú no habrías permitido jamás, por
permitir que, a veces, seas una especie de muñeco en manos ajenas. Me sonrojo,
me avergüenzo cada vez que lo pienso.
Perdón, papá, por no haberte
escuchado con la atención que tus historias merecían y que hoy añoro y me
gustaría recordar. Cuantas veces las contabas, en los últimos tiempos casi como
si intentaras desesperadamente que nos impregnaran, y siempre estábamos
ocupados con otras cosas.
Perdón, papá, por cada minuto de
tú no vida actual en la que veo con dolor e ineficacia como tu calidad de vida
es absolutamente insuficiente. Por tolerar que tu falta de comunicación se
entienda como una falta de sufrimiento.
Perdón papá, por no ser capaz de
transmitir a los demás tu situación real y permitir que compren una fantasía
amable emanada de una incapacidad de asumir tú estado actual.
Seguiría desgranando mis culpas, mis
cuitas, mis necesidades de perdón, pero eso significaría ya meterme en
historias con personajes y detalles y, de momento, creo que no toca. No ahora,
no por este medio. No.
Es hora de dejar esta carta, de
abandonar la auto flagelación, de sustituir las palabras por los hechos. Es
hora de darte la cena, la medicación y esperar a las chicas que vienen a
cambiarte tres veces al día, como si las necesidades de un cuerpo sin voluntad respetaran
turnos. Es hora de asistir a esa rutina que me destroza y me llaga el alma. Es
hora, un día más, otra vez, de asistir a mi propia humillación sentida a través
de tu cuerpo. Afortunadamente, espero, que en algún lugar indefinible tu
espíritu liberado de todos estos sentimientos y frustraciones terrenales entienda
lo que digo y me perdone. O tal vez tenga que esperar yo a alcanzar ese estado
para perdonarme, al fin y al cabo la culpa, para los que somos capaces de
sentirla, reside en el interior de cada uno.
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