Estaba el otro día leyendo
periódicos, cuando mi cabeza, en uno de esos momentos en que la ensoñación
sustituye a la consciencia, se puso recordar aquellas lecturas que llenaron mis
primeros años de absorción literaria.
Aquellas denostadas, pero
importantes para el inicio lector, novelas de vaqueros y de ciencia ficción que
por una cantidad muy moderada te proporcionaban algo más de una hora de
entretenimiento y que, casi sin querer, te abrían la puerta a lecturas de mayor
calado.
No podría olvidar, ni quiero, a
Marcial Lafuente Estefanía y aquellos vaqueros de siete pies de altura que
siempre medían sus protagonistas buenos, los malos eran algo más bajos. A él se
unían otro cuyos seudónimos saltan a mi mente: Keith Luger, cuyo tono irónico marcaba
sus obras, Silver Kane, Lou Carrigan o Clark Carrados eran nombres habituales y
deseados al ir al quiosco en busca de nuevas lecturas.
Recuerdo aquellas cien páginas,
sus contenidos, sus aventuras perfectamente previsibles, con la añoranza de
unos tiempos en los que una editorial, Bruguera, hacía más por la lectura que
todos los planes educativos coetáneos y posteriores.
Y recordaba entre todos esos
nombres e historias, algo que me causaba un profundo desconcierto, desconcierto
que luego se confirmaba viendo algunas películas negras americanas.
En los Estados Unidos de América
los delincuentes podían vivir tranquilamente entre los demás. Bastaba con que
tras cometer la fechoría que fuera huyeran a otro estado, traspasaran una
frontera imaginaria para que sus perseguidores no pudieran detenerlos.
Inverosímil. Recuerdo incluso una novela en la que los malhechores tenían una
casa que daba a dos estados, con lo que no tenían que huir, les bastaba con
cambiar de estancia para ser intocables.
La imagen de los policías
persiguiendo a un felón y viendo cómo se alejaba tras pasar por delante de un
indicador que marcaba el cambio de estado era algo que mi mente infantil y
juvenil, no llegaba a entender. O sea que se podía ser delincuente en un lugar
y persona honrada en otro. O sea que haber delinquido en un lugar no
significaba ser culpable en otro. O sea que la justicia no era un concepto homologable
geográficamente, no era un concepto ético, si no físico.
Aún hoy, recordando aquellas
historias, el concepto me parece poco consistente, resbaloso, indicativo de un
mal funcionamiento que no acabo de definir. Tengo la íntima sensación de que si
alguien burla a la justicia en un lugar sus hechos deben de ser juzgados, esté
donde esté.
Pero bueno, eso sucedía en
aquellos Estados Unidos de Norte América en los que la gente iba con armas por
la calle y se liaban a tiros por una mirada de más, o de menos, o sin mirada.
Otro gallo les cantaría a los delincuentes si vivieran de esta parte del océano.
Y a todo esto, cosas de la
cabeza, ya no recuerdo sobre que trataba la noticia que estaba leyendo cuando
se me fue la olla.
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