Lo decía el otro día en el
artículo “Vivir en el extrarradio”. Lo decía y el incremento de votos de la
extrema derecha en toda la Europa civilizada demuestra hasta qué punto la
multiculturalidad como norma de convivencia es un erial imposible de repoblar.
Como la ignorancia de la voluntad popular por sus teóricos representantes es un
camino ya fatalmente recorrido.
El gran problema de Europa a día
de hoy es eminentemente político, aunque los políticos quieran hacernos ver que
es cultural, ideológico o ético. Y es político porque el sistema democrático
utilizado como una herramienta para llegar al poder accesible y no como una vía
para lograr una evolución de la sociedad, es parte del problema. La democracia,
como concepto vacío de representatividad, como instrumento de engaño semántico,
como muleta que hurta al ciudadano su propio valor, como falacia utilizada
contra su propia esencia, es la primera víctima del complot.
El sistema de bloques izquierda
derecha ha caducado hace tanto que sus
estertores nos están sumiendo en los miasmas de su putrefacción. Solo esa
división en bloques de la sociedad, y los desesperados esfuerzos fiscales y
educativos para evitar que puedan superarse, justifican la existencia de
determinadas organizaciones que lo único que aportan es gasto de los
presupuestos y permitir el medraje habitual de los mediocres. Solo esa
justificación de enfrentamiento de clases mantenidas por los mismos que dicen
combatirlas permite que una cierta élite de auto elegidos, aunque ratificados
cada cuatro años por nosotros, sin valores éticos ni intelectuales apreciables,
organice esta sociedad para que no progrese.
Los papeles asignados a estas
izquierdas y estas derechas son tan semejantes, tan iguales, tan
intercambiables, que es fácil ver los hilos que mueven a los muñecos. Basta con
identificar al protagonista real de la democracia, el ciudadano, el individuo, el
elector, que armado de su voto se dirige a la urna dispuesto a ejercer su
responsabilidad: elegir a los representantes de su sentir público. ¿Qué resulta
de su acción? Un fraude
Empieza por comprobar que no
puede elegir a las personas que considera idóneas para configurar una cámara
representativa, sí no que tiene que votar una lista de desconocidos a los que
no confiaría ni siquiera la lista de la compra. Con los que puede cruzarse en
la calle sin reconocer ni sus caras ni sus funciones, posiblemente las más
conocidas de las cuales sean apretar el botón que le diga el responsable de
turno en las votaciones y cobrar a final de mes.
Continúa por desconocer cuál es
el valor real de su voto que varía según el lugar en el que ejerza la acción y
que conculca el principio fundamental de la democracia en el que todos los
ciudadanos son iguales: ante la ley y ante las urnas.
Si ha conseguido tragar con las
dos consideraciones anteriores tendrá que votar según un programa electoral
redactado con palabras equívocas, con recovecos insondables y con la clara
vocación de ser incumplido, la experiencia lo avala, cada vez que al partido en
el poder lo considere conveniente.
¿Y quién defiende las necesidades
reales, de a pie, del día a día de los ciudadanos? Nadie, o todos. Todos dicen
defenderlas, pero nadie, sean izquierdas o derechas, tienen el más mínimo
interés en representar a esas personas que a diario se ven enredadas en un
lenguaje ambiguamente desposeído de significado, en una administración agresiva
y lesiva para el ciudadano común y corriente, con una justicia incomprensible y
económicamente inalcanzable, con unas instituciones que funcionan de espaldas a
quienes dicen representar, en una planificación del futuro ajena a sus
expectativas: educativas, económicas, convivenciales.
Solo cambia el enfoque con el que
el ciudadano es ignorado en sus expectativas una vez que su único valor, el
voto, ha sido captado. Las derechas buscarán la ignorancia del individuo, del
ciudadano, del votante, favoreciendo la preponderancia económica de las grandes
fortunas, su cada vez mayor enriquecimiento. Y las izquierdas buscarán la
preponderancia del estado sobre el individuo, sobre el votante, sobre el
ciudadano, excusados en un reparto del que solo el estado se favorece
empobreciendo a los que lo componen. En ningún caso existe la intención de
proyectar un futuro en libertad, en formación libre y comprometida con los
valores, en justicia transparente, o en una sociedad económicamente viable,
libre del acaparamiento, libre del enriquecimiento por encima de las
necesidades, o libre de la pobreza de un sistema impositivo feroz.
Así que el ciudadano acaba
votando a aquel que dice lo que quiere oír, aunque sea consciente de que no lo
va a cumplir. Al fin y al cabo tampoco lo van a cumplir los otros y al menos se
regala el oído. Desgraciadamente lo que si van a cumplir los populismos es
arrasar con la libertad en nombre de la libertad, es arruinar a la sociedad en
nombre de una sociedad más económicamente igualitaria, es promover el
pensamiento único en nombre de su razón y su verdad. Y el ciudadano, como
antes, como ahora, será la víctima de unos poderes que ni controla ni sabe cómo
enfrentar, pero que siempre parecen salir triunfantes.
Recuerdo un chiste de Hermano
Lobo en el que alguien ofrecía al “pueblo” una disyuntiva: “Nosotros o el caos”,
a lo que el pueblo contestaba: “El caos, el caos”, “da igual, también somos
nosotros” reflexionaba el oferente.
Pues eso, de tanto hacerse los
políticos del intercambio los suecos a cuenta de los ciudadanos han visto como
los ciudadanos se hacían los suecos votando una opción populista, populista de
extrema derecha esta vez. Bueno, en realidad esta vez no se hacían los suecos,
ERAN SUECOS, y además se lo hacían.
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