No hay muchas formas de atisbar
el futuro, de asomarse a una rendija que el tiempo permita para ver un tiempo
que nos preocupa no solo de forma personal, sino como especie. La literatura,
como vehículo privilegiado de la comunicación, ha abierto ventanas a
posibilidades alternativas en las que la humanidad no solo analiza esos
futuros, más probables unos, más inciertos otros, que no solo hablan de lo que
será, si no que apuntan directamente al corazón del presente, a lo que es y
puede dar lugar a lo relatado.
Si la literatura siempre ha sido
hábil para este fin la ciencia ficción, esa rama tan tardíamente valorada de
las letras en nuestro país, ha demostrado que esa capacidad de anticipar el porvenir,
de extrapolar los síntomas del presente para crear un futuro posible, ha sido
especialmente prolífica sobre el tema. Raro es el autor de calado de esta
disciplina que no ha concebido su visión particular de lo que acontecerá. No hablamos
de un relato situado ficticiamente en otro tiempo, no de una historia actual
con cuatro cachivaches tecnológicos que den un tinte futurista, no, historias
que retratan sociedades con sus valores, con sus problemas, con sus logros y
anhelos. Y si la literatura escribió los guiones la llegada del cine permitió,
a aquellos cuya imaginación no se lo permitía, vivir en imágenes, en sonidos,
en atmósferas recreadas, esos aconteceres posibles y previamente contados.
Una cuestión me provoca, estoy
convencido de que no solamente a mí, una inquietud de espíritu en la que la
razón, las razones, no me sirven como bálsamo. ¿Por qué la mayoría de las
ventanas al futuro se abren sobre distopías? Es verdad que la razón literaria
me dice que es más fácil contar la excepcionalidad del desastre que la
felicidad cotidiana. Es cierto que la carga emocional de lo negativo es más
relatable que la tranquilidad de un día de felicidad. Pero estas razones se
diluyen cuando veo la realidad que me rodea, la radicalidad, el populismo, las
medias verdades como medio de alcanzar objetivos presuntamente deseables, el
desplome de los valores, la implantación sistemática mediante colectivos
coercitivos del pensamiento único en temas morales y cotidianos, la dilapidación
sistemática de los derechos individuales en nombre de unos pretendidos
beneficios colectivos como respuesta a
miedos globales, ¿provocados?, la salud,
el terrorismo… que además llevan al predominio de grandes corporaciones
sectoriales por encima de los gobiernos, de los colectivos que les sirven, de
los ciudadanos. Y entonces la distopía se me hace evidente, cercana,
inevitable.
Es cierto que leyendo “1984” en
el contexto en el que fue escrita, situada en el tiempo y panorama político en
el que Orwell la concibió, habla de una distopía provocada por los sistemas de
anulación ciudadana que la realidad de la URSS en aquel momento apuntaban. No
es menos cierto que el devenir nos ha permitido comprobar en nuestras propias
carnes, incluso con episodios recientes, que en realidad las distopías imaginadas
no tienen ideología, tiempo, ni límite.
El objetivo final de toda
ideología, cuanto más radical es más evidente aparece ese objetivo, es la
erradicación de toda oposición. Varían los métodos, varían los planteamientos,
varían los tiempos o los desarrollos, pero el objetivo persiste.
Por cierto, acabo de darme
cuenta, menos mal, de que he escrito una página entera sin referirme a los
hechos que me han llevado a ponerme al teclado, ni a sus responsables.
El afán que demuestra el Ayuntamiento
de Madrid en tomar medidas arbitrarias que afecten a los ciudadanos y a su día
a día es digno de mejores fines. Su obsesión, razonada con medias verdades,
permite entrever fobias e incapacidades que lesionan intereses legítimos de
personas para las que ni han previsto soluciones, ni parece siquiera que sepan
que existen, me refiero las personas, o
que les importen lo más mínimo, ni las personas ni las consecuencias.
El problema se agudiza cuando además
interviene el afán recaudatorio que parece convertirse en el fin principal y no
confesado de las medidas. Fin último o, al menos, no desdeñable.
Cuando un organismo de servicio
público, como es un ayuntamiento, se convierte por mor de sus decisiones en un
problema público, algo no está funcionando.
Es comprensible que todo equipo de gobierno tenga que tomar
decisiones impopulares, incómodas, por un bien común que deben de defender,
pero eso no está reñido con tomar esas medidas de forma proporcional y sin
dañar a colectivos que son necesarios para el correcto funcionamiento del día a
día de las personas y sus bienes.
Me contaba un conocido, que tiene
una empresa de servicios auxiliares, reparadores que trabajan para atender a
los usuarios que sufren averías que necesitan una reparación urgente, que su
personal se enfrentaba a persecución y sanciones cuando tenían que intervenir
en viviendas situadas en el centro de Madrid, en la zona donde se ha prohibido
aparcar durante estos días. Me contaba de un operario, un fontanero, al que la
policía municipal sancionó con 200 € mientras estaba descargando material para
efectuar una reparación de urgencia en un edificio. De nada le valió la
intervención del portero certificando que existía la avería, de nada el mostrar
la asignación de trabajo emitida por una compañía de seguros con la valoración
de “urgente”, de nada explicar que no podía trasladar los materiales y
herramientas a pie desde el aparcamiento más cercano. ¿Quién estaba haciendo
servicio público en ese momento?
Llevadas las medidas a ese nivel ¿estamos
hablando de interés ciudadano, por parte del ayuntamiento, de una fijación con
los vehículos a motor, o de una incapacidad para comprender las necesidades
básicas de una ciudad como Madrid? ¿Estamos hablando de preservación o de
imposición ideológica aprovechando una situación puntual?
Claro que, si naturalmente yo me
hubiera inclinado por la falta de previsión y conocimiento, otras medidas
tomadas por ese mismo equipo de gobierno me llevan a considerar que algunas de sus
intervenciones me abren el camino de la distopía inmediata. La decisión, la,
para mí, absurda decisión, de convertir las calles del centro en calles de
sentido único para los peatones me lleva a imaginarme calles como Carmen o
Preciados, por poner algún ejemplo, en aceras de una Metrópolis de sentido
único físico e intelectual, en Madrid como una ciudad integrada en la Franja
Aérea 1 del Super Estado de Oceanía, donde el Gran Hermano nos vigila para que
circulemos correctamente. Después de la recomendación vendrá la norma, con la
norma las sanciones, y con las sanciones las restricciones. Los vehículos de
discapacitados solo podrán circular por esas calles previa autorización previa,
y pagada, y en horarios restringidos. Estará prohibida la carga y descarga.
La medida es tan absurda, tan
arbitraria, que nos podemos imaginar múltiples disparates posibles. Imaginemos. A los peatones teniendo que
consultar el sentido de circulación peatonal de las calles para poder llegar a
su destino de la forma más racional posible. Imaginemos. El ir y venir, los
recorridos innecesarios, el peligro de pasarse una esquina, el cachondeo, la
incapacidad de algunas personas para orientarse en esas rutas
sobredimensionadas. Imaginemos, aún más absurdo. Dado que son calles
comerciales si alguien quiere ver la totalidad de los escaparates de los
comercios de una de ellas tendrá que hacer un recorrido por uno de los lados de
la calle, volver por otra calle diferente y recorrer nuevamente la calle original
por el otro lado. ¿Y si se nos pierde un niño? ¿Qué hacemos? ¿Podremos confiar,
vistos los antecedentes, en que la autoridad presente y competente, va a
comprender la situación?
¿Y después qué? ¿Nos instalamos
intermitentes? ¿Marcamos carriles para peatones con líneas continuas para
evitar que se cambien demasiado y entorpezcan a los demás usuarios? ¿Se
instaurará un permiso de circulación peatonal con puntos? ¿Tendremos que vestir todos uniformemente con nuestro DNI perfectamente visible? ¿Nos hemos vuelto
locos?
Hay que reconocerlo, a veces la
realidad supera a la ficción, o, por lo menos, hace todo lo posible por
imitarla de la forma más surrealista y desagradable posible.
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