Parece ser que también la
realidad nos la tienen que contar desde fuera, la alimentaria al menos. Tal vez
haya que empezar a pensar que en España, al menos en lo que a alimentación se
refiere, ni compramos, ni valoramos, ni legislamos, ni nos queremos enterar de
nada salvo que nos lo etiqueten, valoren, legislen o expliquen desde fuera del
país.
Hace ya mucho tiempo, y ya sé que
parece un cuento pero no lo es, que
muchos de los que nos preocupamos por el mundo de la alimentación en cualquiera
de sus variantes venimos denunciando que no sabemos qué es lo que comemos, que
la legislación sobre la forma de etiquetar los alimentos es tan permisiva, en
realidad tan sesgada y favorecedora de las grandes industrias, que las de lo
que compramos están llenas de cifras y números que no significan nada para el
usuario que se siente indefenso y se resigna a comer lo que le venden porque,
salvo que tengas parientes en el pueblo, una cierta formación en el arte de
comprar y/o la posibilidad de desplazarte para comprar los alimentos en origen,
comemos lo que nos dan, ponga lo que ponga la etiqueta de marras que entre
fórmulas y traducciones aviesas de la etiqueta de origen acaban por no tener
otro sentido para la mayoría de consumidores que el que pueda tener un capítulo
de química aplicada.
Si somos lo que comemos, e
indudablemente lo somos, está perfectamente claro por qué la situación de la
salud general de los españoles se ha deteriorado, y sigue deteriorándose, de
una forma tan evidente en los últimos años.
Habrá quién considere que basta
con entrar en internet y “enterarse” de a qué sustancias corresponden las
siglas y números de conservantes, colorantes, excipientes, potenciadores y
demás elementos extraños que a día de hoy pueblan una etiqueta de cualquier
alimento básico, y eso, si al final hay algo del alimento que inicialmente
queríamos comprar, pero tal vez para esos “enterados” haya que reflexionar dos
verdades no siempre contempladas respecto a ese acceso a la información: El
primero que no todo el mundo sabe acceder a la información, algunos ni siquiera
a la herramienta. Segundo que la información que existe en internet es tan
basta e incontrolada que sobre cualquier tema o producto puedes encontrar miles
de páginas que digan una cosa y otras tantas que digan la contraria. Distinguía
el Doctor Zarazaga en una conferencia entre aprendices, diletantes, expertos y
frikis en cuanto a la capacidad de entender, de desentrañar y asimilar la
información que proporciona internet. Y desgraciadamente la experiencia nos dice
que ganan de largo los diletantes y los frikis. Personas que acceden a la
información y no son capaces de filtrarla por falta de preparación o que
simplemente se preocupan de acumularla sin llegar a extraer conclusiones.
Todos conocemos a alguno de esos
iluminados que defiende a ultranza la ingesta masiva de agua, de vegetales, de
ciertos tipos de dietas y contra dietas que hacen de su vida un infierno
obsesivo. Un infierno obsesivo y lesivo porque el daño no está en la forma de
alimentarse, si no en los alimentos mismos. En los productos con los que se
tratan las frutas, las verduras, las hortalizas maduradas artificialmente para
darles un aspecto más iluminado y que no siempre son tolerables por el
metabolismo. De las hormonas y engordantes que contienen las carnes y los pescados.
Y también el agua contiene sales, sustancias, para hacerla más potable y
resistente a la contaminación exterior.
Me contaba mi mujer que había
dejado de comprar carne picada en determinados establecimientos cuando comprobó
que la etiqueta de contenido de esa carne tenía una lista de ingredientes tal
que no entendía si al final aquello llevaba carne o no. Claro, la carne picada
debería de contener carne, y tocino opcionalmente, nada más. Tal vez carne
mezclada que es una opción para abaratar el producto, pero carne. La etiqueta
debería ser clara e inmediata para cualquiera que supiera leer. Pero no lo es.
De todas formas, si alguien
quiere hacer un acercamiento a la
ciencia críptica del etiquetado, el mejor ejemplo es hacerse con un
producto lácteo. Entre lo que pone la etiqueta, lo que dice la descripción que
le han puesto y que le han quitado, solo queda preguntarse: ¿Y qué coño es
esto? Y perdón por el exabrupto.
¿Leche sin lactosa? Y eso, ¿Qué
es lo que es? ¿Algo sin lactosa sigue siendo leche? Pero si además pasamos a la
verificación matemática aún es peor.
Póngase el usuario en un lugar de
una gran superficie en la que domine todo el catálogo de productos lácteos:
leches, quesos, batidos, postres, mantequillas, yogures, natas, zumos
mezclados… y calcule, a groso modo, la
cantidad de litros de leche necesarios para obtener las existencias. Sume los
que habrá en el almacén, multiplique por el número de establecimientos de la
cadena en su lugar de residencia, por el número de establecimientos menores y
de otras cadenas, por los que hay en su provincia, en su comunidad autónoma, en
su país, y en todos los países del mundo. Divida, que no todo va a ser
multiplicar, por el número de días medios de caducidad de los productos.
¿Cuántos millones dice?, pues ese sería el número de litros diarios necesarios
para abastecer los productos que usted está viendo. Aplique todos los
coeficientes reductores que estime oportunos, a mí se me ocurren varios. Sume
el número de litros necesarios para alimentar a las nuevas generaciones mamonas
de las especies correspondientes y hágase una pregunta. ¿Dónde están las vacas?
¿En qué remoto lugar del planeta, o del espacio exterior, están los animales
necesarios para producir esa animalada de litros diarios? Si sumamos las
producciones declaradas de todos los países del mundo mundial, ¿salen las
cuentas? No, no salen. Las conclusiones se las dejo a Usted.
¿Que los quesos saben todos
igual? ¿Que la mantequilla sabe casi igual que la margarina? ¿Que los yogures
salvo por que son ácidos, no saben a yogur? Ya, pero los seguimos comprando, o,
si usted quiere quedar más resignado e inocente, nos los siguen vendiendo.
Claro que también podemos hablar
de la miel. También podemos contar cómo los productores españoles llevan ya un
tiempo quejándose de que tienen sus almacenes repletos de miel de altísima
calidad en tanto se importa de china de forma masiva un producto melifluo que
no respeta el análisis más básico para ser llamado miel pero que es el que se
comercializa con ese nombre en los establecimientos correspondientes. Eso sí,
es mucho más barato. ¿No es miel?, no, claro, no es miel pero se etiqueta como
tal, se oferta como tal y se cobra como si hubieras comprado tal. ¿Qué es?, yo
no lo sé, no soy ni químico, ni técnico alimentario para poderle dar una descripción
real, pero sí sé lo que no es. No es miel.
Pero todo esto ya lo sabíamos. Lo
sabíamos hace años, lo sabíamos y lo hemos consentido con nuestro silencio, con
nuestro consumo, con nuestra vida y con nuestra salud. Tal vez ahora que
Cristophe Brusset, un francés, un ingeniero agroalimentario que ha trabajado
desde su licenciatura en la industria alimentaria, publica un libro titulado “¡Cómo
puedes comer eso!” sobre los fraudes alimentarios, y sus consecuencias, que ha
conocido a lo largo de su carrera y que persisten en la actualidad, alguien
piense que es el momento de hacer algo que beneficie al consumidor. O tal vez
sea hora de que el consumidor se dé por enterado de lo que sucede y empiece a
tomar determinaciones que lo lleven a una mejora de su calidad de vida, de su
calidad alimentaria y de su salud.
En la situación actual, y si
realmente somos lo que comemos, no es raro que no sepamos ni lo que somos.
Pero, ¿Habría alguna solución
inmediata? La hay, pero supone un cambio total y absoluto en el planteamiento
actual del consumidor, en su forma de llenar la cesta de la compra.
Primero, formación. Aprender qué
productos son de temporada, de cercanía, cuales son frescos y cuales
congelados. Cómo distinguir un pescado fresco de uno pasado, una carne engordada
artificialmente de una engordada naturalmente. Distinguir productos naturales
de productos elaborados. Aprender y aplicar a la compra. No solo es saludable,
puede ser interesante y divertido.
Segundo, reeducación. Aprender
que respetar los ciclos de producción a la hora de consumir permite productos
con mayor sabor y más saludables. Aprender que los productos brillantes o sin mácula
no son necesariamente los más frescos o más saludables. Acomodar nuestra
alimentación a los productos disponibles en cada época y cada lugar y acceder a
productos lejanos o intemporales solo de forma menos ordinaria.
Tercero, presión. No consumir
nunca aquello que no entendamos claramente qué es, de donde procede, cuándo se
ha cosechado, matado, pescado o producido. En qué condiciones de engorde o
maduración se ha puesto en consumo. No consumir jamás y divulgar cualquier
fraude de etiquetado o identificación que detectemos, sea de productor o de
comercializador. Boicotear sin piedad a los que juegan con nuestra salud para su
mayor beneficio.
Sí, es verdad, es más cómodo
bajar al hiper, llenar la cesta sin pensar y quejarnos luego de como sabían las
cosas cuando éramos más jóvenes, no hace tanto. Cuando comprábamos en la tienda
de ultramarinos del barrio regentada por un vecino del mismo. Cuando el pan
venía aún caliente de la tahona en cestas que esparcían el aroma de pan recién
horneado por los alrededores, no congelado como ahora. Cuando ciertas partes de
la calle olían a vaca, porque había una vaquería. Cuando las frutas sabían, los
tomates sabían, se sabía que había melocotones en la frutería porque olían.
Cuando los sentidos del paseante participaban de los aromas alimentarios del
barrio. Cuando la mantequilla flotaba en los boles con agua y rodaja de limón
de las mantequerías. Cuando el tendero, sin etiquetas, te decía qué variedad era,
de dónde venía, cuando se había cogido y, casi, casi, el nombre del agricultor,
del ganadero, del pescador.
“Nos engañan como a chinos”, dice
la expresión popular y yo miro alrededor y veo a todos con los ojos rasgados.
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