La regeneración moral, ese mito
que la izquierda ha creado y en el que cree con fe inquebrantable, no es un
asunto que pueda resolverse en un país con la simple victoria de una ideología
sobre otra, es un problema de educación y de generaciones. Y más vale que la
izquierda moderada española aprenda y acepte esta verdad antes de que su propia
soberbia la lleve al borde de la desaparición.
Leo con que desencanto, con que
furia interna, con que cruel incomprensión, los votantes más concienciados
lamentan el resultado de estas elecciones y dicen cosas que demuestran su
absoluto desapego de la verdad última. Nunca, jamás, se puede culpar a los
votantes de lo votado. Nunca, jamás, se puede hablar de democracia y considerar
que el pueblo se equivoca porque no ha votado lo que cada uno piensa que
debería de haberse votado.
Acusan ahora a la masa votante de
legitimar la corrupción, de legitimar los recortes, de permitir que un partido
innoble gane las elecciones. No se puede decir, en estricto sentido
democrático, eso del partido al que ha votado más gente porque en esa no
aceptación del resultado va implícita la no aceptación del juego democrático.
La votación solo será válida cuando diga lo que yo creo. La historia solo será
asumible cuando esté conforme con mi pensamiento. La verdad solo existe si es
mi verdad.
En este país, en Las Españas,
llevamos jugando este peligroso juego de acomodar lo de todos a lo mío desde
hace al menos dos décadas, y este juego, este permanente descrédito de lo de
los demás, solo nos lleva al frentismo, a la necesidad permanente de justificar
el descrédito general de lo nuestro a base de desacreditar lo ajeno, a base de
considerar que lo que opinan los votantes es un error, que los votantes han
sido engañados. Mentira, lo que es un error, lo que es un tremendo error, lo
que es un error que nos sume en la imposibilidad de avanzar y crecer como país,
es la actitud de confrontación, de descrédito, que el perdedor intenta crear en
la sociedad sobre el ganador desde minuto siguiente a los resultados
definitivos, e incluso un poco antes.
Hemos perdido de vista desde hace
ya tiempo que la labor de la oposición parlamentaria es controlar y mejorar la
labor del gobierno, es proponer medidas correctoras y complementarias de
aquellas que el gobierno intente llevar adelante, pero mediante el diálogo,
mediante el acuerdo, impidiendo con su esfuerzo, con su trabajo derivas
inconvenientes que el ejercicio del poder produce inevitablemente. Pero lo que
no es, aunque así nos pueda parecer por saturación, es que la oposición solo se dedique al acoso
y descrédito del gobierno. Nadie se equivoca siempre. Nadie tiene la verdad
absoluta.
El tema, por poner el ejemplo del
tema más invocado en esta noche ya postelectoral, de la corrupción es un tema
endémico de esta sociedad. Desde la novela picaresca a la promulgación de
leyes, sobre todo las fiscales, que presuponen que el contribuyente es un
defraudador en potencia. En este país todos, y fíjense bien que digo todos,
somos corruptos, solo que lo que cada uno hacemos individualmente no lo
consideramos corrupción.
Corruptos somos los empleados que
nos llevamos unos folios y unos bolígrafos de la empresa para casa, como lo es
el empresario que hace lo propio.
Corrupto es el personal sanitario
que sistemáticamente se lleva material médico a su casa procedente del centro
en el que trabaja. Si, esa vendas, ese específico, esas pinzas o termómetros
que justificamos porque como nos pagan tal mal…
Corrupto es el profesional que
utiliza lo laboral para cuestiones privadas.
Corrupto es aquel que tira de
amistades y amistades de amistades para conseguir algún fin particular.
Corruptos somos los que viendo
que otro hace algo mal miramos para otro lado si es amiguete porque: “qué coño,
tiene razón”.
Si, señores, todos, yo no conozco
a ningún inocente, somos reos de alguna pequeña, y por supuesto justificada,
corrupción a lo largo de nuestra vida. Y si no hay más Barcenas, si no hay más
Filesas, ni más escándalos no es porque abunden más los inocentes que los
culpables, no, es simplemente porque la mayoría de nosotros no tenemos acceso a
ese nivel de corrupción, a esa capacidad de trinque.
Mi amigo Pedro nos lo recuerda a
veces cuando hablamos: “El único que puede presumir aquí de no ser homosexual
soy yo, que lo ha probado y no me ha gustado”. Pues eso, con los dedos de la
mano podríamos contar a aquellos que teniendo la posibilidad de llevarse algo
no lo han hecho.
No olvidemos que muchas veces
solo hay que recurrir a las frases hechas más populares del idioma para
descubrir el alma de un pueblo. “¿Y de lo mío que se sabe?”, anda que no.
No, el resultado de estas
elecciones no legitima la corrupción porque la corrupción está dentro de
nosotros mismos. El resultado de estas elecciones no legitima los recortes,
pero no considera que eso sea una acción punible, al menos no en este momento.
El pueblo, ese ente difuso que
algunos invocan para ponerlo detrás suyo, tiene voz propia en las elecciones y
castiga con piedra y palo a aquellos que juegan a hacer lo que les interesa
diciendo que lo hacen porque se lo ha mandado ese pueblo
Si, ya se, es duro aceptar la
derrota, es más duro, incluso, aceptar el error pudiéndoselo encasquetar a
alguien que no puede responder inmediatamente. Pero ese es el camino. Aceptar,
lo primero, pero no de boquilla, no de palabra que desmienten luego los hechos.
Aceptar lo que la gente pide
¿Y que pide la gente? Y yo que sé,
pero visto lo visto yo diría que la gente demanda estabilidad, inteligencia,
compromiso y plan a largo y medio plazo que no nos haga poner el país patas
arriba cada cuatro años. Una nadería.
En fin, yo de momento voy a
esperar un par de semanas antes de preguntar por ahí: “¿Y de lo mío que se
sabe?”
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