Leo con desesperanza una vez más
sobre el conflicto judío palestino que algunos llaman árabe israelí aunque a mí
no me lo parece. Leo, digo, con
desesperanza y con absoluta desconfianza las noticias que se suceden en el día
a día, en el año a año y en el siglo a siglo, porque el conflicto es viejo, muy
viejo, aunque los argumentos y las armas sean de ayer mismo.
Leo con desesperanza porque las
razones, los argumentos, la apropiación de La Razón que ambos bandos, o ambas
bandas que me gusta más para este asunto, exhiben deja poco lugar a la
esperanza. Y hablo de poco lugar por
dejar algún resquicio que en realidad no veo.
Y hablo de desconfianza porque
todas las noticias que me llegan tienen sesgo. No hay ni una sola referencia,
escrita en periódicos o en foros sociales, que no lleve la carga del partidismo
claramente marcada, nunca mejor dicho, a fuego y sangre. Y si ni siquiera los
que están fuera de la primera línea de combate son capaces de levantar el arma
y reflexionar sobre la fiabilidad de su trinchera, ¿qué podemos esperar de los
que están en la línea de fuego?
Como todo ser humano en toda
cuestión tengo mis simpatías y, siendo consciente de ello, todos los argumentos
hacia el lado más, para mí, simpático me resultan sospechosos e intento
tamizarlos con gran escrupulosidad, pero, y me asombro al confesarlo, soy
humano. Así que consciente de ello no voy a dar argumentos porque ignoro si fue
antes el huevo o la gallina, es más, ignoro absolutamente quién es el huevo y
quién la gallina.
Pero una cosa si tengo clara,
mientras existan los radicales ortodoxos judíos y los radicales islamistas
palestinos, ambos embozados en un decorado político-territorial en el que
volcar sus verdaderos odios históricos que ni son políticos ni son religiosos,
o, yendo más allá, mientras haya poderosos y oprimidos, ricos y pobres,
simpáticos y antipáticos, ocupantes y ocupados, libres y confinados, mientras
haya unos y haya otros y no se consiga que haya ambos dispuestos a reconocer
que en ambos caben todos y ninguno tiene ni más derechos ni menos, este
conflicto, como cualquier otro, no será distinto de una pelea infantil en el
parque.
“Mamá, mamá, Pepito me ha
pegado”, “es que él me ha tirado el bocadillo”, “porque me llamó tonto”, “claro
y tú…” y así hasta el infinito. Durante la pelea unos que pasaban por allí
harán hincapié en la huella del tortazo en la cara de Juanito en tanto otros se
explayarán en las imágenes descarnadas de la mortadela del bocadillo de Pepito
esparcida por la tierra del parque. Y mientras tanto los niños seguirán
desgranando los sucesivos agravios, eso sí, en este caso, con armas que matan a
decenas de personas, incluidos otros niños.
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