domingo, 28 de octubre de 2012

Somos Lo Que Ingerimos


La sabiduría parda siempre ha sostenido que somos lo que comemos y la ciencia, siempre un paso por detrás de esa sabiduría por la necesidad de sistematizar, acaba de confirmar e incluso ampliar esa certeza. No, no es cierto que de lo que se come se cría, pero sí que somos en función de lo que ingerimos.
Viendo el otro día la televisión me llamó la atención un programa sobre la epigenética, rama de la genética que estudia la evolución del ADN en función de los hábitos del individuo. Para ello utilizan gemelos cuyas vidas sean lo más diferentes posible.

El caso es que vulgarizando han descubierto que determinadas sustancias desactivan genes y otras los activan de forma que puedes encontrarte que debido a determinada ingesta has bloqueado tu capacidad para quemar grasas y por tanto engordas o que has desbloqueado no sé qué característica ancestral que puede causarte trastornos ya olvidados. Insisto, vulgarizando y simplificando.

Por esas mismas fechas mi amigo Antonio Zarazaga puso en mis manos una interesantisima entrevista con un eminente catedrático de farmacología que apuntaba cosas tan destacables como que toda sustancia ingerida produce las efectos deseados respecto a una dolencia pero toda una secuela de efectos indeseados e indeseables sobre su organismo, hasta tal punto que los efectos de los medicamentos son en Estados Unidos la cuarta causa de mortalidad y el ácido acetil salicílico, si, ese que tomamos cuando nos duele la cabeza o alguna gente por costumbre desde que dijeron que prevenía los infartos, ocupa un lugar preponderante. Otro de los datos que apuntaba era que las industrias farmacéuticas, químicas, son la verdadera potencia económica de esta sociedad, por encima de bancos o industrias de otro tipo. Otro dato más que los márgenes con los que trabajan no son amplios, no, son escandalosos incluso teniendo en cuenta el impacto de la investigación.

Comentando el tal informe salió a colación la extraña capacidad de los límites analíticos de desplazarse cuando más conveniente le resulta a la industria farmacéutica. Esto es, por poner un ejemplo, ¿cuantas personas más a nivel mundial tienen que medicarse porque alguien ha variado, siempre en el mismo sentido, el límite de colesterol recomendado? ¿Qué impacto económico supone tal medida?¿Que tasa de enfermos directamente afectados por el nivel de colesterol dejan de serlo o mejoran? Creo que las respuestas serían demoledoras.

Si, somos lo que ingerimos, pero ni la industria alimenticia ni la farmacéutica están dispuestas a decirnos en que nos estamos convirtiendo, la una con sus conservantes, colorantes, pesticidas, abonos y piensos, la otra con la dadivosa generosidad de los médicos recetando los específicos que los laboratorios les recomiendan y proporcionan y con la colaboración inestimable de la capacidad legislativa de los gobiernos y la presión mediática que nos alarma y precipita en la dirección conveniente.

Llevo tiempo quejándome de la falta de sabor de los alimentos industriales, de las hortalizas, de las frutas. Llevo tiempo preguntándome donde están las vacas para la increíble cantidad no solo de leche si no de productos lácteos que veo en las estanterías de las grandes superficies. Quizás deba de empezar a preguntarme, caso por caso, quien es el responsable de las enfermedades desarrolladas por tantos seres queridos perdidos casi cada día. ¿Por qué debo de sufrir por desconfianza cada vez que me acerco algo a la boca? ¿Por qué leo con aprensión el prospecto de los medicamentos que me recetan? Ya de lo que siento al tomarlos ni hablamos. ¿Por qué empiezo a tener miedo hasta de respirar?

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