La sabiduría parda siempre ha sostenido que somos lo que
comemos y la ciencia, siempre un paso por detrás de esa sabiduría por la
necesidad de sistematizar, acaba de confirmar e incluso ampliar esa certeza.
No, no es cierto que de lo que se come se cría, pero sí que somos en función de
lo que ingerimos.
Viendo el otro día la televisión me llamó la atención un
programa sobre la epigenética, rama de la genética que estudia la evolución del
ADN en función de los hábitos del individuo. Para ello utilizan gemelos cuyas
vidas sean lo más diferentes posible.
El caso es que vulgarizando han descubierto que determinadas
sustancias desactivan genes y otras los activan de forma que puedes encontrarte
que debido a determinada ingesta has bloqueado tu capacidad para quemar grasas
y por tanto engordas o que has desbloqueado no sé qué característica ancestral
que puede causarte trastornos ya olvidados. Insisto, vulgarizando y
simplificando.
Por esas mismas fechas mi amigo Antonio Zarazaga puso en mis
manos una interesantisima entrevista con un eminente catedrático de
farmacología que apuntaba cosas tan destacables como que toda sustancia
ingerida produce las efectos deseados respecto a una dolencia pero toda una
secuela de efectos indeseados e indeseables sobre su organismo, hasta tal punto
que los efectos de los medicamentos son en Estados Unidos la cuarta causa de
mortalidad y el ácido acetil salicílico, si, ese que tomamos cuando nos duele
la cabeza o alguna gente por costumbre desde que dijeron que prevenía los
infartos, ocupa un lugar preponderante. Otro de los datos que apuntaba era que
las industrias farmacéuticas, químicas, son la verdadera potencia económica de
esta sociedad, por encima de bancos o industrias de otro tipo. Otro dato más
que los márgenes con los que trabajan no son amplios, no, son escandalosos
incluso teniendo en cuenta el impacto de la investigación.
Comentando el tal informe salió a colación la extraña
capacidad de los límites analíticos de desplazarse cuando más conveniente le
resulta a la industria farmacéutica. Esto es, por poner un ejemplo, ¿cuantas
personas más a nivel mundial tienen que medicarse porque alguien ha variado,
siempre en el mismo sentido, el límite de colesterol recomendado? ¿Qué impacto
económico supone tal medida?¿Que tasa de enfermos directamente afectados por el
nivel de colesterol dejan de serlo o mejoran? Creo que las respuestas serían
demoledoras.
Si, somos lo que ingerimos, pero ni la industria alimenticia
ni la farmacéutica están dispuestas a decirnos en que nos estamos convirtiendo,
la una con sus conservantes, colorantes, pesticidas, abonos y piensos, la otra
con la dadivosa generosidad de los médicos recetando los específicos que los
laboratorios les recomiendan y proporcionan y con la colaboración inestimable
de la capacidad legislativa de los gobiernos y la presión mediática que nos
alarma y precipita en la dirección conveniente.
Llevo tiempo quejándome de la falta de sabor de los
alimentos industriales, de las hortalizas, de las frutas. Llevo tiempo
preguntándome donde están las vacas para la increíble cantidad no solo de leche
si no de productos lácteos que veo en las estanterías de las grandes
superficies. Quizás deba de empezar a preguntarme, caso por caso, quien es el
responsable de las enfermedades desarrolladas por tantos seres queridos
perdidos casi cada día. ¿Por qué debo de sufrir por desconfianza cada vez que
me acerco algo a la boca? ¿Por qué leo con aprensión el prospecto de los
medicamentos que me recetan? Ya de lo que siento al tomarlos ni hablamos. ¿Por
qué empiezo a tener miedo hasta de respirar?
No hay comentarios:
Publicar un comentario