domingo, 28 de octubre de 2012

Fronteras Políticas, Aranceles Emocionales


Cuando en mi infancia me asomaba a la orilla del Rio Miño, allá por su desembocadura,  nunca llegaba a entender por qué cruzar aquel cauce de agua, que en Orense cruzaba para ir de un lado al otro de la ciudad, suponía la intervención de la policía, de las policías, que tenía que autorizar el que tú salieras de una orilla y pudieras entrar en la otra. A estas alturas entiendo el mecanismo pero sigo rechazando el concepto.

Tampoco llegaba a entender por qué causa comprar en las tiendas de la otra orilla, de Caminha, de Vilanova, de Seixas, era problemático porque lo comprado te podía ser requisado por la policía española a la vuelta. Lo aceptaba, como aceptaba aquellos fardos que navegaban río abajo mientras nos bañábamos y en los que solo reparábamos para poder apartarnos y evitar que nos golpearan,  y que sabíamos llenos de tabaco. Era la costumbre.

Era tan escasa mi comprensión de lo que significaba aquel río en aquel lugar que cuando al volver de las vacaciones a Madrid algunos compañeros comentaban de sus viajes a países extranjeros yo me preguntaba cómo sería eso de adentrarte en un territorio en el que hablaban otro idioma y tenían otras costumbres. Nunca llegué a considerar que mis viajes a la otra orilla, a Portugal, fueran distintos de mis viajes a Alicante o a Almería, por poner algún ejemplo. Yo, que muchas tardes cruzaba el río con mi familia para ir de tiendas o tomar unos pasteles en una “dozaría” nunca había ido al extranjero.

Con el tiempo y el aprendizaje los conceptos de frontera y extranjero se hicieron  más comprensibles en mi mente, aunque siguen pareciéndome igual de inexplicables.

Tal vez por este motivo, tal vez porque siendo gallego siempre me he sentido abocado a un inevitable nacionalismo provocado por la morriña y la saudade de emigrante familiar, tal vez por ambos y alguno más, cuando mis ideas político-culturales se fueron formando y conformando mi territorio sentimental  me convertí sin proponérmelo en un nacionalista absoluto, esto es: nacionalista gallego, español, europeo, del planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea e incluso de este universo en previsión de que haya otros.

¿Y por qué? ¿Por qué este proceso y no un nacionalismo excluyente y cerril? Por simple egoísmo nacionalista. Estando en Madrid cuando hablaba de mi tierra con mis amigos me resultaba muy agradable que ellos compartieran, al menos en parte, las bondades que yo recordaba y sentía, me confortaba que me amparara y me abrazara ese halo mágico que presupone el concepto de gallego. Yo a mí vez escuchaba y apreciaba lo que los demás me contaban de sus tierras. ¿Cómo podría nadie aceptar la bondad de lo mío si para empezar yo solo aceptaba mi parte y hacía de menos lo de los otros?

Cuando algo se separa, cuando alguien se separa, el proceso empieza por poner en entredicho la valía de lo ajeno, de emponzoñar y conseguir pervertir la figura, el valor, la identidad misma del ya oponente e incluso enemigo. Inevitablemente las heridas inferidas en este proceso a ambas partes son tan profundas que en muchos casos acaban siendo incurables.

Escucho, y no doy crédito, últimamente a esos seres cada vez menos apreciables, cada vez menos representativos, que se dedican a la política -en algunos casos profesionalmente y de espaldas a lo que debería ser su verdadera tarea, el bien público- hablar de separaciones en términos de fronteras, de historia contada para su avío, de conceptos económicos, de agravios, de desagravios… pero aún no he escuchado a ninguno de ellos, seguramente porque ni se les ocurre ni les importa un pito ni está entre sus intereses, mencionar los aranceles emocionales, los daños afectivos, que surgen e inevitablemente se pagan en un proceso de este tipo. Incluso antes de que se tracen las fronteras, de que los muros se alcen y limiten el paisaje. Malditos sean.

No hay comentarios:

Publicar un comentario