Cuando en mi infancia me asomaba
a la orilla del Rio Miño, allá por su desembocadura, nunca llegaba a entender por qué cruzar aquel
cauce de agua, que en Orense cruzaba para ir de un lado al otro de la ciudad, suponía
la intervención de la policía, de las policías, que tenía que autorizar el que
tú salieras de una orilla y pudieras entrar en la otra. A estas alturas
entiendo el mecanismo pero sigo rechazando el concepto.
Tampoco llegaba a entender por
qué causa comprar en las tiendas de la otra orilla, de Caminha, de Vilanova, de
Seixas, era problemático porque lo comprado te podía ser requisado por la
policía española a la vuelta. Lo aceptaba, como aceptaba aquellos fardos que
navegaban río abajo mientras nos bañábamos y en los que solo reparábamos para
poder apartarnos y evitar que nos golpearan, y que sabíamos llenos de tabaco. Era la
costumbre.
Era tan escasa mi comprensión de
lo que significaba aquel río en aquel lugar que cuando al volver de las
vacaciones a Madrid algunos compañeros comentaban de sus viajes a países
extranjeros yo me preguntaba cómo sería eso de adentrarte en un territorio en
el que hablaban otro idioma y tenían otras costumbres. Nunca llegué a
considerar que mis viajes a la otra orilla, a Portugal, fueran distintos de mis
viajes a Alicante o a Almería, por poner algún ejemplo. Yo, que muchas tardes
cruzaba el río con mi familia para ir de tiendas o tomar unos pasteles en una
“dozaría” nunca había ido al extranjero.
Con el tiempo y el aprendizaje
los conceptos de frontera y extranjero se hicieron más comprensibles en mi mente, aunque siguen
pareciéndome igual de inexplicables.
Tal vez por este motivo, tal vez
porque siendo gallego siempre me he sentido abocado a un inevitable
nacionalismo provocado por la morriña y la saudade de emigrante familiar, tal
vez por ambos y alguno más, cuando mis ideas político-culturales se fueron
formando y conformando mi territorio sentimental me convertí sin proponérmelo en un
nacionalista absoluto, esto es: nacionalista gallego, español, europeo, del
planeta Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Láctea e incluso de este universo
en previsión de que haya otros.
¿Y por qué? ¿Por qué este proceso
y no un nacionalismo excluyente y cerril? Por simple egoísmo nacionalista.
Estando en Madrid cuando hablaba de mi tierra con mis amigos me resultaba muy
agradable que ellos compartieran, al menos en parte, las bondades que yo
recordaba y sentía, me confortaba que me amparara y me abrazara ese halo mágico
que presupone el concepto de gallego. Yo a mí vez escuchaba y apreciaba lo que
los demás me contaban de sus tierras. ¿Cómo podría nadie aceptar la bondad de
lo mío si para empezar yo solo aceptaba mi parte y hacía de menos lo de los
otros?
Cuando algo se separa, cuando
alguien se separa, el proceso empieza por poner en entredicho la valía de lo
ajeno, de emponzoñar y conseguir pervertir la figura, el valor, la identidad
misma del ya oponente e incluso enemigo. Inevitablemente las heridas inferidas
en este proceso a ambas partes son tan profundas que en muchos casos acaban
siendo incurables.
Escucho, y no doy crédito,
últimamente a esos seres cada vez menos apreciables, cada vez menos
representativos, que se dedican a la política -en algunos casos
profesionalmente y de espaldas a lo que debería ser su verdadera tarea, el bien
público- hablar de separaciones en términos de fronteras, de historia contada
para su avío, de conceptos económicos, de agravios, de desagravios… pero aún no
he escuchado a ninguno de ellos, seguramente porque ni se les ocurre ni les
importa un pito ni está entre sus intereses, mencionar los aranceles
emocionales, los daños afectivos, que surgen e inevitablemente se pagan en un
proceso de este tipo. Incluso antes de que se tracen las fronteras, de que los
muros se alcen y limiten el paisaje. Malditos sean.