El debate, en todo caso, es falaz. Pretender a estas alturas
defender un sistema cuyas principales características son la mentira, la
corrupción y la división, son ganas de no enfrentar una realidad que se puede
contrastar a nivel mundial. Por más que te empecines en hablar con palabras
grandilocuentes de las virtudes del sistema: libertad, democracia, derechos
humanos, solidaridad, yo solo veo un totum revolutum con dos campos
diferenciados en sus discursos, pero idénticos en sus transcursos.
El mismo discurso niega, con sus propias palabras, lo que pretende
afirmar. No, este sistema, basado en la explotación de una mayoría por parte de
una minoría, que en unos casos se representa por una posición económica, y en
otros casos por un posicionamiento ideológico, no son más que las dos balanzas
de un desequilibrio en el que la preponderancia local, parcial y/o temporal, de
una opción sobre la otra no obedece a otra causa que a la necesidad del sistema
de incidir más en un terreno que en el otro para su propia supervivencia.
Los discursos, sean sentidos o pensados, no son más que palabras,
puede que en algún caso, incluso esas palabras obedezcan a intenciones
sinceras, pero la realidad es evidente, el mundo, la humanidad, está cada vez
más fraccionada, es cada vez más intolerante, menos libre, tiene menos
derechos, o, lo que viene a ser lo mismo, sus derechos son los mismos, pero su
posibilidad de ejercerlos, excepto nominalmente, está severamente mermada.
Los extremismos, los nacionalismos, los populismos, que al fin y a
la postre engloban todo, son la demostración palmaria de ese recorte
sistemático y severo de los derechos, porque no hay nada más contrario a un
libertario, a la libertad, que un activista dispuesto a imponer su verdad por
el camino que sea. Y si no hay libertad, no hay nada. No puede haber justicia
sin libertad, no puede haber igualdad sin libertad, no puede haber conciencia
sin libertad, no puede haber conocimiento sin libertad, no puede, en
definitiva, haber libertad sin libertad.
Si, ya se, tu argumento, como el de tantos otros afiliados a las
parcialidades que el sistema nos proporciona: ideológicas, religiosas,
económicas, territoriales, educativas o vecinales, es que vivimos en democracia
y libertad. Pues no te diría yo que sí, es más, te digo que no, que
rotundamente no.
¿Vivimos en democracia? ¿En serio? Bueno, votamos cada cuatro
años, y se acabó la democracia. Nuestros poderes no son independientes, nuestra
posibilidad de elegir representantes es inexistente, nuestra capacidad de pedir
responsabilidades nula, nuestra posibilidad de revelarnos, o de mostrar nuestra
disconformidad, un chiste, nuestras leyes son ideológico-adoctrinantes, o
recaudatorias en su mayor proporción, nuestra capacidad de expresar libremente
nuestras opiniones irrisoria en la civilización de la comunicación, nuestra
posibilidad de privacidad ante un sistema decidido a intervenir nuestra vida,
imposible. Si esto es democracia, que vengan nuestros antepasados helenos y lo
vean. No es, ni siquiera, una democracia formal, ni esta, ni otras, un poquito
más disimuladas, ni las democracias totalitarias que tanto se estilan, y tanto
gustan a ciertos populismos militantes.
Y si lo de la democracia es un chiste malo, para llorar, lo de la
libertad ya roza la tomadura de pelo. La roza, pero de lleno.
A lo peor es que yo tengo un concepto excesivo de la Libertad, o a
lo peor es que el sistema le llama libertad a su capacidad de mirar hacia otro
lado cuando le interesa, pero reservándose la posibilidad de mirar fijamente
cuando le convenga. No, no somos libres colectivamente, que no tengo muy claro
en qué consiste esa tal libertad colectiva, ni lo somos, faltaría más,
individualmente. Libertad se llama al margen concedido por el sistema para que
pueda actuar según las reglas y límites que el poder establezca. Pues vaya
mierda de libertad, cualquier troglodita, cualquier aborigen tribal, cualquier
siervo medieval, cualquier ciudadano de siglos pasados, estaba más cerca de la
libertad que nosotros. Y lo peor es que el sistema nos ha convertido en
garantes de nuestra propia falta de libertad.
Ya, no te lo crees. Hagamos la prueba del algodón, esa que nunca
miente.
Sal a la calle, o a las redes, o a tu portal, o a una comida
familiar, e intenta exponer con rigor una posición dialogante pero contraria a
la de tu interlocutor. En libertad, en la de verdad, tu interlocutor rebatirá
tus argumentos con otros de similar entidad, y en los mismos términos de
interés y respeto.
En el mundo real, ese que empieza cada día a las 00:00 y acaba a
las 23:59, el primer argumento de tu oponente es ponerte una etiqueta frentista
que invalide de raíz cualquier argumento que puedas aportar. Si hablas con un
nacionalista serás un nacional-fascista, si hablas con un ateo un elemento
ultra-ortodoxo, si con alguien de derechas un comunista, si es de izquierdas un
fascista, si es feminista un machista y si es machista un femi-nazi. Y en el
mismo día has sido ultra-religioso, de derechas, de izquierdas, ateo de mierda,
homófobo, homosexual, un imbécil, un listo y un peligroso revolucionario. No
importa lo que digas, no importa cómo lo digas, no importa que lo razones, o
que simplemente estés sugiriendo que hay otras formas de pensar, si no es la de
ellos es peligrosa, dañina, intolerable. Pues eso, que vivimos en libertad, en
una libertad prestada por unos administradores auto nombrados imbuidos de
verdades superiores.
Y basta con las etiquetas, ese práctica más encaminada a
desprestigiar, ningunear, insultar, que a identificar con rigor, y que sin duda
son uno de los grandes inventos del sistema, de un sistema donde, se refiera a
lo que se refiera, solo existen dos bandos, los del mío, o los del otro, para
comprender la falacia de afirmar que somos libres.
Sí, qué duda cabe, somos la máxima expresión de la libertad de los
que deciden no reconocer ninguna libertad ajena, ninguna libertad que no
considere como propia. Y ya que de etiquetas se trata, voy a permitirme
imprimir dos destinadas a los que defienden que nuestra vida transcurre en una
libertad tutelada (¿Y eso que es?), en una democracia posible. Doy a elegir, o
inocente (simple, crédulo), o cómplice, no hay más.
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