Todos estamos indignados, podría ser el título de una novela sobre la sociedad actual, seguramente una novela realista y descarnada con tantas páginas que El Quijote semejaría un borrador para un cuento corto.
Claro que entiendo tu
indignación, y la de mi vecino que la lleva reflejada en la cara, y la de
aquellos que conozco, o la de esas personas con las que tengo algún tipo de relación
a pesar de no conocerlos personalmente. Todos hablamos últimamente de
indignación, todos actuamos últimamente con indignación, y me parece lógico,
normal, previsible, porque todos estamos indignados con todos, todos tenemos
argumentos para nuestra indignación con las actitudes ajenas, y eso es así, es
inevitable, porque lo que no existe, lo que en nuestro tiempo nos han hurtado
con maquiavélicos juegos orales, son la veracidad y la confianza.
Nos hemos instalado en el
cinismo, en la absoluta desconfianza hacia todo aquello que se mueve o que es
capaz de articular una palabra, y, en ese clima de negación de cualquier
posibilidad de confiar, todo aquello que sucede nos provoca la indignación de
no tener una certeza, de crearnos la inseguridad de ignorar si lo que alegan
son unas palabras con fondo o simplemente una verdad sin fundamento.
Por supuesto que tú indignación
es comprensible, como comprensibles son los argumentos en los que está basada,
pero una cosa es que sean comprensibles, y otra muy distinta que esa
comprensión, esa justificación, los haga ciertos. Al menos más ciertos que los
ajenos.
Hemos creado un mundo en el que
el secreto de los estados, el secreto de las corporaciones, el secreto de las
intenciones, predomina sobre la transparencia de las relaciones. Todos tenemos
secretos, las personas físicas, las personas jurídicas, los estados, los
partidos, las asociaciones, que consideramos que no pueden exponerse libremente,
que para eso son secretos, pero que emponzoñan las relaciones y provocan la
desconfianza mutua.
La literatura, el cine, la
prensa, exhiben con abundancia conjuras, conspiraciones, luchas ocultas por el
poder, por el dinero, por la preponderancia, y en ellas la verdad es, cuando se
habla de ella, un concepto que se invoca para imponer una mentira, otra
mentira.
Claro que estamos indignados,
contra todo y contra todos. Es una lacra inevitable de vivir en un mundo donde
los valores se han trastocado y ni siquiera sabemos a qué carta quedarnos,
porqué ni siquiera podemos estar seguros de que el as sea la carta más alta.
Recibimos una permanente agresión
sobre las ideas, los conceptos, los valores, en los que hemos sido formados. Se
invoca la libertad con actitudes que la cercenan. Se pide la confianza con un
abanico de mentiras. Se reclama la responsabilidad desde una irresponsabilidad
manifiesta. Se proclaman los derechos mientras se rebajan. Se llama al miedo
para no tener que dar razones, para no tener que reconocer la incapacidad. Se
prescribe lo inútil por evidente, solo para tapar la ineficacia con la apariencia.
Así que entiendo tú indignación
cuando ves en las noticias esas fiestas irresponsables, como entiendo la
indignación, preñada de desconfianza, de hartazgo, de rebeldía, de aquellos que
asisten a ellas porque no creen en las verdades imposibles que intentan
colocarnos.
Entiendo tú indignación cuando
oyes que hay que llevar mascarillas en la playa, desde el hartazgo de oír que
el contagio en el exterior es casi imposible, y te obliguen a ir por la calle
solo, con la boca irritada por el vaho de tu propia respiración, con las gafas
empañadas, entorpecidos tus sentidos por un elemento tan incómodo como
sospechosamente inútil en su forma de ser usado.
Entiendo tú indignación, y la
mía, y la de la mayoría, cuando, embozado e incómodo, pasas junto a una terraza
llena de gente que bebe, come y respira libremente y lo sientes como una
afrenta a tu situación porque te han vendido, y te han impuesto, que hay que ir
pertrechado de esa guisa a pesar de que todos los informes, y la evidencia,
dicen que esa forma de combatir el contagio es totalmente inútil. Como entiendo
la indignación de los hosteleros, reos de una necesidad estética de tapar una
ineficacia gubernamental, que los arruina y culpabiliza para evitar hablar de
las infraestructuras sanitarias, legales, que son su responsabilidad y no
acometen. De esos hosteleros que ven como cierran sus locales y ese cierre
fomenta el descontrol de los botellones, de las fiestas privadas, de la
irresponsabilidad fomentada por unas estructuras de poder irresponsables.
Entiendo la indignación, ya
furiosa, cuando piensas que en un espacio libre, ventilado, abierto como no
puede haber otro, como son la montaña, el campo o la playa, alguien te va a
obligar a usar la equipación adecuada complementada con mascarilla a juego, sin
que ningún estudio riguroso avale la necesidad de tal medida, más encaminada a
fomentar el miedo, la desconfianza, a tener una excusa más para invocar la
irresponsabilidad del populacho irresponsable y desobediente, que a obtener
ningún tipo de mejora.
Por supuesto que entiendo tu
indignación, y la mía, y la de todos, cuando, debido a la torpeza social que
nos han impuesto, no sabemos cómo saludarnos, a pesar de que los científicos ya
han dicho, por activa y por pasiva, que el contacto no provoca contagio, que
darse la mano, los besos y los abrazos de rigor no contagia, y, obligados a
ignorarlo, cuando nos encontramos con alguien, iniciamos un incómodo,
antinatural, ritual de posibilidades de saludo. Y también, por supuesto y con
respeto, debemos de entender la indignación de aquellos que, sumidos en el
miedo pánico que interesadamente nos han inoculado, se horrorizan cuando ven
actuar con la normalidad normal, no con esa nueva y anormal a la que han
pretendido inducirnos, a la gente que los rodea.
Por supuesto que entiendo tú
indignación contra cualquiera que, harto ya de estar harto, harto de miedos y
verdades cuestionables, decide rebelarse contra un sistema incapaz de enfrentar
con eficacia, con veracidad, con transparencia, una crisis en la que nos va la
vida.
Y la indignación que empieza a
poner en cuestión, en peligro, la administración de las vacunas por la
sistemática desinformada información con la que nos bombardean, y que ha
logrado llevar una desconfianza creciente hasta la gente, que empieza a eludir
una vacunación diseñada para ignorar los sentimientos del paciente, sus
pulsiones, su confianza, posiblemente hasta su salud.
En definitiva, todos estamos
indignados con todos, todos desconfiamos de todos, todos consideramos a los
demás responsable de nuestros miedos, acreedores a nuestros reproches,
culpables de nuestras incomodidades, porque eso es lo que nos han inoculado
desde hace un año largo para lograr que nuestra propia desunión, nuestra
indignación, nuestra desconfianza, nuestro socorrido miedo, haga imposible que
pidamos responsabilidades a unos irresponsables que instalados en su machito
miran fundamentalmente por perpetuarse en él. O, al menos, miran más por conservarlo
que por lograr unos resultados que en muchos casos deberían depender de su dedicación,
de su ingenio, de su criterio, de su valía ética y, en definitiva, de su supuesta
capacidad para dirigirnos y de su contrastada veracidad para informarnos.
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