Entiendo, asumo, y en cierta
forma me enorgullezco de ser un poquito especial, de salirme un poquito de la
norma, o al menos de mostrar muy poquito de todo lo que me apetecería salirme
de la norma. Y lo digo y anticipo porque, al contrario de la mayoría de los
mortales, que o no creen en él o lo ven lleno de llamas y tridentes, tengo muy
claro como es el infierno y cuáles son sus tormentos principales.
El infierno es un lugar donde se
hace bricolaje todo el día y si quieres divertirte te llevan al circo. Hay
pequeños tormentos supletorios como comer pan con chocolate o bocadillos de
jamón, o mantener diálogos estúpidos en redes sociales, pero eso es, como diría
un catalán, a más a más.
Y saco a colación esta pequeña
reflexión porque cuando digo lo del circo todo el mundo me mira muy raro, bueno
y lo del chocolate, y lo del jamón. Como si mi poco aprecio del circo fuera una
pérdida de la inocencia infantil, una adultez epatante. Pues no, parece ser que
en cuestiones circenses mi inocencia no venía en el paquete de base, porque
nunca me gustó el tan alabado espectáculo. El mayor del mundo, dicen.
Mi niñez discurrió, mi niñez
madura digamos, allá por finales de los cincuenta y los sesenta, época aquella
en la que un empresario de ascendencia orensana era uno de los grandes
empresarios del Circo en España. No había Circo, en aquellos años de memorias
encontradas, que no estuviera bajo la batuta empresarial de Feijoo y Castilla.
Y Feijoo estaba en el círculo de amistades de mi padre y de mi tío Julio. Como
también eran amigos de la familia Silva, del Padre Silva y de su hermano
Pocholo, siento usar el nombre familiar pero ignoro el real, también con vínculos
en el mundo circense.
El caso es que, de amigo a amigo
y tiro porque me toca, no había espectáculo de circo en Madrid del que no
llegaran a casa, puntualmente, las entradas correspondientes.
Todos los espectáculos del Price,
del antiguo, del que estaba en la Plaza del Rey, El Gran Circo Americano, El
Circo de La Ciudad de los Muchachos, todos, todos, absolutamente todos los
espectáculos recibían inevitablemente la visita del funcionario de alto rango
de turno y la de mi hermana y la mía. Porque ir al circo era para nosotros tan
habitual como ir a una sesión continua en el cine los días de lluvia o al
retiro los días que el tiempo lo permitía.
Incluso cuando, con motivo del
rodaje de la famosísima película ad hoc, se vació el estanque del Retiro para
montar allí un colosal escenario y los paseos circundantes estaban llenos de
extras, tramoyistas y personal vario, también allí estaba yo, aunque en aquella
ocasión, como no había función ni artistas, yo disfrutara algo más de la
visita.
¿Y quién le pregunta a un niño si
le gusta el circo? ¿Quién puede concebir que exista un niño tan raro que no le
guste el mayor espectáculo del mundo? Mis padres desde luego no. Es más, cuando
ya un poco más mayorcito yo intentaba explicar mi fobia al circo me encontraba
con la ancestral negativa de mi madre a reconocer cualquier inconveniente en mi
infancia, cualquier innecesaria discrepancia con su verdad oficial.
Pocos niños pueden presumir de
haber visto en directo a las mayores estrellas del circo de aquellos años. A
Pinito del Oro, a Chalie Rivel, a Miss Mara, a los Wallenda, padres e hijos,
varios de los cuales cayeron cruzando las Cataratas del Niágara, a Zampabollos
y Nabucodonosorcito, a los hermanos Tonettí , a Roberto Font, y tantos más,
acróbatas, equilibristas, funambulistas, domadores de todo tipo de animales,
magos, antipodistas…
Pero debo reconocerlo, y por eso
nunca me gustó el circo, pocas veces vi más de cuatro o cinco segundos seguidos,
en directo, la actuación de alguno de ellos, a pesar de estar presente. Yo veía las sombras que
los focos proyectaban sobre el suelo o sobre la carpa, miraba entre los dedos
cuando la música daba un descanso, descansaba cuando acababa un número y hasta
que empezaba el siguiente. Veía cuando las fieras recorrían la jaula pasillo
que los llevaba hasta la jaula central y hasta, justo, cuando el domador abría
la puerta para introducirse en la jaula donde ya lo esperaban los tigres, los
leones, lo osos, o cualquier otro espécimen que fuera a ser manejado. Y lo no
veía desde tan cerca que una vez que un caimán, en una pirueta, cayó fuera de la pista fue a aterrizar en el
regazo, en el colo, de mi tío Ramón, Ramón Cid Tesouro, sentado a mi lado. ¿Qué cómo acabó el sucedido? No tengo
ni idea, mi mente está en blanco a partir de ese momento.
Nunca he soportado los
espectáculos de riesgo, nunca he disfrutado del peligro ajeno, rara vez del
propio, y mi infancia estuvo plagada de tardes de circo, del Circo Price, del
Circo Atlas, del Circo de la Alegría, del Circo Americano, del Circo de la
Ciudad de Los Muchachos. Pues eso, rarito.
Ya de mayorcito, con hijos
crecidos y en la universidad, decidí asomarme al Circo del Sol, afamado
espectáculo revisionista del circo tradicional. Eso sí, por mi cuenta. Esta vez
ni el señor Feijoo, ni su socio el Sr. Castilla, tuvieron nada que ver con mi decisión.
Increíble el espectáculo, el montaje, el vestuario, los decorados, la música y
los actores. Pero, como le pasaba a un conocido mío cuando hablabas de cine,
solo había dos posibilidades a la hora de evaluar una película: o una película
era globalmente buena o si empezabas a valorar el guión, la fotografía, las
localizaciones, inmediatamente te acotaba el comentario con rotundidad: “O sea,
una mierda de película”. Pues eso, que aprecié el espectáculo pero no me gustó
en absoluto.
Don Manuel Feijoo, jienense de
nacimiento, hijo de Secundino Feijoo, natural de Celanova y fundador del circo
Feijoo, nunca fue consciente del infierno que otro niño orensano, de
extrarradio como él, sufría varias veces al año gracias a su gentileza.
Pero no hay circo sin pan, y cuando
encima la merienda, que indefectiblemente nos acompañaba, era pan con jamón,
apaga y vámonos.
Pero este pan ya es de harina de
otro costal, de otros recuerdos. Hoy he preferido asomarme, entre los dedos, mirando
a los reflejos de los focos, a mis entrevistos recuerdos del circo. Y os
aseguro que cuando pienso en cometer alguna maldad mayor, pocas veces, que
conste, me acuerdo del circo y se me pasan las tentaciones. ¿Qué soy un
exagerado? En todo caso ya lo dije al principio, simplemente rarito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario