Escucho, y veo, las noticias y no
tengo ojos para todo el llanto que mi interior acumula. La contumacia de los
políticos, la contumacia de las políticas que de ellos emanan, en el tema de la
violencia doméstica, mal llamada violencia de género, llamada por intereses
ideológicos violencia machista, es propia de aquellos a los que les importa más
imponer su razón que buscar una solución. Tómese contumaz en su primera
acepción del diccionario: “Que se mantiene firme en su comportamiento, actitud,
ideas o intenciones, a pesar de castigos, advertencias o consejos.”, o en la
tercera: “Que se mantiene sin cambios y comporta daños”.
En 2004 se promulgó la ley de
violencia de género. Una ley obsesionada por una visión punitiva del problema,
una ley que 15 años después ha mostrado no solo su absoluta ineficacia, si no
su incapacidad para enfocar correctamente un problema que año tras año se
muestra más inclemente y preocupante. Aunque este desenfoque de la tragedia no
es solo legal, es social, es educativo y por tanto es político.
Entre una izquierda radical que
pretende apropiarse de las víctimas, y una derecha radical que pretende negar
la existencia característica de la mayor parte de los casos, el ciudadano
asiste espantado al diario recital de muertes inmediatas y de lacras futuras
que el problema va vertiendo inclemente sobre la conciencia de las personas,
mal llamadas, de bien. Esos mismos que pasados los siete días de carnaza
informativa no volverán a acordarse de que existen personas en riesgo de muerte
física, y de muerte psicológica colateralmente, hasta la próxima desgracia.
Concentraciones, manifestaciones, eslóganes y apropiamientos interesados. Dolor
temporal de los más cercanos, dolor infinito en los que han perdido a alguien
querido y condolencias oficiales. Y se acabó.
¿Y la formación? Si uno observa
con atención las documentaciones de los centros educativos observa que casi
invariablemente hay un apartado de igualdad de género, unos cursos, charlas,
iniciativas sobre igualdad. Desde las guarderías a los institutos. Todos hablan
de igualdad, pero parece que lo único que hacen es eso, hablar, charlar,
divagar, porque vistos los resultados reales no parecen particularmente
instructivos. A lo mejor, a lo peor, es que la formación que adolece de un
sesgo ideológico no es eficaz ni cuando tiene razón, porque el machismo crece
entre los jóvenes y las jóvenes, entre los jóvenes y las jóvenas en lenguaje
estúpido inclusivo, por si alguien no me había entendido, y eso demuestra hasta
qué punto la contumacia de los responsables educativos elude la búsqueda de
soluciones reales para promover las medidas populistas e ineficaces.
De nada sirve hablar si no se
vive. De nada sirve educar si no se práctica la enseñanza. De nada sirve
preocuparse puntualmente, momentáneamente, públicamente, si no hay un
seguimiento eficaz y unas medidas preventivas que realmente busquen soluciones.
La violencia doméstica es una
lacra social. No es moderna, no es patrimonio de un grupo ideológico o de un
movimiento activista, la violencia doméstica solo demuestra una falta de
empatía social del maltratador, y, en muchos casos, de la víctima y de sus
entornos.
¿Sirve de algo una ley que
condenaría a un culpable que la mayor parte de las veces se suicida? Creo que
no. ¿Sirve de algo una ley de protección que no dispone de los medios
imprescindibles para cumplirse? Me temo que no ¿Puede la sociedad garantizar
protección a todas las personas en riesgo de convertirse en víctimas? No, con
absoluta certeza no.
¿Y cuál es la solución? ¿Qué
solución existe cuando, en algunos casos, es la misma víctima la que se pone en
riesgo de serlo? ¿Gritar? ¿Señalar culpables? ¿Las pancartas y consignas?
Tampoco. No existe una solución mágica y a corto plazo, que es lo único que les
interesa a los activistas y a los políticos. No existe una solución mágica e
inmediata. No existiría ni aunque hubiera un solo sexo sobre la tierra, porque,
aunque se reivindique como de género, o machista, esta violencia nace del
sentido de posesión, nace de la convivencia, y la suele ejercer el que se
siente más fuerte, generalmente el macho, para asentar su dominio en una manada
familiar, porque no sabe otra forma de hacer valer su predominio, su liderazgo,
su propiedad.
Claro que así explicado se
desmonta todo el entramado de posesión ideológica de las víctimas, y eso no
interesa, pero tal vez, con esfuerzo, con tiempo, se podría atajar la sangría,
aunque eso privara de armas arrojadizas a los que están más interesados en el
clamor popular del momento que en la erradicación de la lacra. Al fin y al cabo
a los clamores ciegos siempre se les pueden buscar réditos.
Pero esas soluciones
convivenciales, que enseñan el respeto hacia el otro, sea del sexo que sea el
otro, que explican que todos somos libres y por tanto no somos propiedad de nadie,
que promueven la igualdad y el mutuo reconocimiento, no están entre las
prioridades de los poderes que secuencialmente ocupan el poder. Porque un
sistema educativo que promueva esos valores exige de un sentido ciudadano que
puede llevar al libre pensamiento, y los librepensadores son un mal a erradicar
por los políticos y los poderes que los sostienen porque no son manejables.
Este, por más que escuchando lo
parezca, no es un problema ideológico. Las víctimas no son de izquierdas ni de
derechas, los muertos no tienen ideología ni deberían de ser propiedad de unos
gritones. Los muertos, por el momento y mientras la ciencia no demuestre lo
contrario, son lo más definitivo que existe en nuestro mundo, y una vez muertos
les importa un ardite todo lo que los vivos enreden a su cuenta, en su nombre,
usurpando esa paz que ya nadie puede quitarles.
Lo único que debería de importar
es evitar más muertos, más víctimas de traumas colaterales, más propietarios
del dolor ajeno, más diletantes inmorales que pretenden arrogarse la
representación de aquellos que ya no tienen representación posible. Lo único
que importa es desmontar un sistema de valores en el que lo único que nos mueve
es la propiedad, la preponderancia, y en el que los medios no importan. Y si no
reflexione ¿El acoso es un problema diferente del que hemos tratado, o
simplemente es un estadio diferente del mismo problema? ¿El acoso no es una
forma de violencia en un ámbito cerrado, como lo es el doméstico, el de pareja,
el familiar? ¿Existe la violencia doméstica sin episodios previos de acoso
familiar? Para mí no, pero en el ámbito doméstico existe una presencia de
género rentable, que en el caso de acoso no siempre es aprovechable. En la
violencia doméstica hay uno que mata y en el acoso puede haber alguno que se
suicide, pero tanto en uno como en otro funciona la ley de la manada, el líder
sin valores que usa cualquier medio para imponer su liderazgo, su insano
liderazgo.
Todos somos maltratadores en
potencia, en esencia. Todos, eliminada nuestra capa de civilización, tendemos a
defender, con cualquier medio a nuestro alcance, nuestra posición en la manada.
Todos podemos llegar a situaciones donde perdamos el control. El que esa
pérdida de control se produzca antes o nunca, solo dependerá de nuestra capacidad,
de nuestras capacidades, para entender nuestros procesos, asumirlos y
educarlos. Lo demás para las próximas elecciones, lo demás para los de las
pancartas y los gritos, lo demás para políticos y radicales.
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