Dice el dicho que nada es verdad
ni es mentira, pero la realidad dice que hay ciertos temas en los que el cristal
con que se mira no es de ningún color, es opaco ceguera. Y aunque esta
circunstancia se da fundamentalmente en cuestiones puramente políticas tampoco
es raro encontrarlo en otros temas que la política salpica.
Se ha publicado hace unos días un
informe que alerta sobre la terrible incidencia de la obesidad en la infancia
española. La obesidad crece en España al mismo ritmo que en EEUU, la obesidad
crece en el país de la dieta mediterránea al mismo ritmo que en el país de la
dieta basura, y la culpa, decían los medios de comunicación, es al parecer de
la electrónica, que es como decir que la culpa es del chachachá.
Resulta que los españoles
engordamos porque nos hemos hecho adictos a jugar con las maquinitas y ya no
salimos a jugar con nuestros amiguitos. Ya no jugamos al fútbol, hacemos
senderismo o corremos detrás de los automóviles. Ahí queda eso. Lo que viene a
decir que la tecnología está más implantada en España y en EEUU que en el resto
del mundo. Ni china, ni Japón, ni Alemania, España es el país con mayor
implantación tecnológica, al menos en el ocio, del mundo mundial, junto con
EEUU. Y yo sin enterarme.
La obesidad no genética, y lo
dice alguien que fue obeso y aún tiene riesgo de volver a serlo, es un
trastorno de la alimentación que proviene de una educación escasa, cuando no
inexistente, sobre las necesidades del cuerpo y como atenderlas, sobre las opciones
para alimentarlo y sobre las formas adecuadas de compatibilizar la necesidad de
comer con la tendencia natural de almacenar recursos para los malos tiempos. Pero
eso nadie se lo explica a los niños, a esos mismos niños a los que los padres ocupados
y mal informados alimentan, sin rubor, con comida fácil proveniente de otras
culturas, sin reparar en el daño genético, tal como demuestra la epigenética,
que se produce por una ingesta repetida de productos sometidos al ultratratamiento
de los alimentos y que proliferan en ese tipo de ingestas.
Si repasamos la legislación
actual española veremos que, contra lo que está sucediendo en otros muchos países,
está enfocada al mayor beneficio de los grandes productores y los grandes
distribuidores, casi todos de capital extranjero, y que penalizan a los
pequeños agricultores y comerciantes, a esos que forman el tejido pequeño-empresarial
nacional y que trabajan con producto estacional, de proximidad y con una nula
carga de transformación por manipulación.
Así que si la obesidad es culpa
de la electrónica, la despoblación rural debe de ser culpa de la colonización
espacial. Las leyes y los mitos creados para defenderlas nada tienen que ver
con los problemas que se acaban detectando.
Los niños, y los adultos,
engordan porque no hacen ejercicio, que también, no porque se alimenten con
productos ultraprocesados, no porque se alimenten en cadenas de comida rápida y
poco edificante, dietéticamente hablando, no porque abandonen por imposibilidad
y desconocimiento una dieta que es la envidia del mundo entero. Los niños y
adultos engordan porque se pasan la vida sentados, y en ese sedentarismo no
consumen ensaladas de productos que, para poder ser transportados desde
orígenes remotos, conservados y posteriormente comercializados, se cogen antes
de su maduración, por lo que no tienen sabor, o son el resultado de transformaciones
genéticas que garanticen dureza, producción y resistencia, -de la calidad y el gusto
se olvidaron en el proceso-, y a cambio consumen pizza, palomitas o
hamburguesas especialmente tratadas en sal y azúcar para que creen adicción y
que acaban provocando, ¡ups¡, obesidad.
No, las leyes que obligan a los
pequeños productores ninguneados, cuando no agredidos, por las grandes tramas
de distribución, las grandes cadenas de comercialización, y las grandes
empresas de transformación, y los
políticos que trabajan a su favor, a abandonar su actividad, a dejar sus
tierras en barbecho, o prescindir de su ganado, y marchar a malvivir en la gran
ciudad y dar a luz a unas generaciones sin anclaje vital, sin tradición productiva
y sin la herencia de unos saberes que van desapareciendo, son las principales causantes
del problema.
Así que comemos vegetales inmaduros
o genéticamente modificados, lácteos transformados en productos extraños,
carnes hormonadas y tratadas con productos que nuestro organismo no tolera, o
pescados criados artificialmente que generan extrañas grasas y adolecen de una
insipidez insoportable. Y todo ello a beneficio de un mito insostenible, la
garantía sanitaria que se promete por ley y se incumple de forma práctica. La
garantía, imposible, de la inocuidad de un montón de procedimientos y productos
con sigla, tipo explosivo, que metemos a nuestro cuerpo con la promesa de que
no nos van a matar fulminantemente, si no que nos van a ir matando poco a poco,
sin que podamos relacionarlo directamente, salvo con estudios, como la epigenética,
esa gran desconocida, que nos explica cómo nos vamos transformando interiormente
con nuestros hábitos.
Cuando desprecio, con todo el
desprecio que mi cuerpo puede contener, el argumento de la garantía sanitaria,
y me quejo, con todo el dolor y toda la desesperación de las que soy capaz, de
la política de acoso y derribo de los pequeños productores, del acoso al que
algunos Eliott Ness de pacotilla destinados en lugares donde el productor es tan
pequeño que raramente sobrepasa el autoconsumo, y ponen en su erradicación un
celo digno de mayores empresas, y pongo sobre la mesa la persecución que los
pequeños productores gallegos, esos que tienen dos vacas, treinta litros de
vino, un huerto y diez de aguardiente, del que te venden dos, enseguida alguien
me saca el episodio de licorcafé de Orense para justificarlo. Un caso de hace 56
años, que produjo 51 muertos y 9 ciegos, ¿cuántos muertos ha producido la
obesidad en estos cincuenta y tres años? ¿Cuántos trastornos alimentarios por
transformaciones más o menos permitidas? ¿Cuál ha sido el coste sanitario?
Difícil de calcular, ya que no son aplicaciones directas, si no daños
residuales, colaterales se dice ahora ¿no?, de manipulaciones no siempre
transparentes.
A veces, llamenme exagerado, no
puedo evitar pensar en las ratas, en la ingeniería química que diseña esos
venenos que son eficaces porque solo actúan cuando la capacidad de memoria del
animal está sobrepasada, de tal manera que no pueden asociar su muerte con el
acto de haber ingerido el producto. Esclarecedor.
En fín, que exagerado, o no, al
final, para mí, claro, la culpa de la obesidad en España no es de la
tecnología, ni de la falta de ejercicio, que también, ni siquiera del
chachachá, la culpa de la obesidad en España va a ser culpa de una política
alimentaria más preocupada de favorecer a grandes estructuras que de asegurar
la educación de sus administrados, la calidad de los productos finales o la
garantía sanitaria bajo la que escuda su demoledora actuación. La culpa va a
ser de una legislación que tiende a desmontar una tradición alimentaria
acumulada durante siglos y que une a una calidad incuestionable del producto,
una capacidad de equilibrar y adaptar la dieta a cualquier necesidad, y una
variedad casi infinita de preparaciones, para favorecer la irrupción de
productos de ínfima calidad, la miel china, los garbanzos canadienses, … frente
a los propios que van desapareciendo por imposibilidad de competir, por
aplastamiento.
Garantía sanitaria, ¡ja¡, que se
lo digan a los de la carne mechada, a los de la peste aviar o a los de las
vacas locas. Eso sí, por ingesta de licorcafé con alcohol metílico no va ha
vuelto a morir nadie desde 1963 gracias a esas leyes que nos cuidan, a esas
leyes que nos permiten aseverar que si hay obesidad en España la culpa ha sido,
es y será, del chachachá, y que les quiten lo bailao a los que se lo llevan, o
se lo traen, crudo, o ultraprocesado.
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