Lo malo de una guerra, una vez
declarada e iniciada, es que alguien va a perder. Lo malo de una guerra es que
alguno de los contendientes no ha medido correctamente sus fuerzas y va a salir
derrotado. Lo malo de una guerra, de casi cualquier guerra es que transcurrido
un cierto tiempo ya se tiene claro quién no la va a ganar, incluso que el que
no la va a perder quisiera que no hubiese sucedido. Lo malo de una guerra es
que entre la derrota y el reconocimiento de la misma transcurre un tiempo en el
que los daños son prescindibles pero inevitables, porque a nadie le gusta
perder, porque a nadie le gusta perder absolutamente y todos los derrotados
buscan eso que maniqueamente se llama una salida digna. No siempre la hay, no siempre
se concede.
También es verdad que esa
dignidad de la salida depende mucho de la inquina, de la prepotencia, de la
soberbia desplegada durante las batallas. No pierde igual aquel que lo único
que ha generado es odio que el que ha pretendido luchar dignamente por aquello
de lo que estaba lealmente convencido, aunque todas las batallas, por el sufrimiento
que causan, son reas de dolor que pide dolor. En la generosidad del vencedor,
en su comprensión hacia el perdedor y sus motivos, radicará la dignidad de la
salida pactada. Un final con honor o una derrota total.
En España estamos viviendo una
guerra, en realidad varias todas interconectadas, que teniendo ya un perdedor
no tiene claro ni su final ni los términos en los que este verá la luz.
Una guerra provocada por un conflicto
mal legislado, mal administrado, mal planteado y, de momento peor resuelto. Es
curioso que los legisladores siempre esperan a que se genere el problema en
términos inaceptables para empezar a buscar las soluciones, aunque uno pueda
pensar que su trabajo debería ser buscar las soluciones para evitar los
problemas. Seguramente su devenir político y partidista no les deje el tiempo imprescindible
para pensar en sus funciones y sus obligaciones.
El caso es que, sea como sea,
nuestras calles se han llenado de taxistas, teóricamente patronos, indignados
por la situación de competencia, en muchos casos provocada por su propia incompetencia,
desleal, por una legislación incorrectamente planteada e incorrectamente
aplicada, que argumentan como obreros contra obreros a los que les llaman
patronos. Ya el planteamiento en sí es perverso, pero más lo es el desarrollo
cuando cierto ministro en franca dejación de sus funciones, también se puede
hablar de extrema cobardía política, traslada la resolución del problema a las
administraciones de menor rango, posibilitando acuerdos locales que ni
resuelven el problema de forma homogénea, ni siquiera semejante, o lo que es lo
mismo, creando agravios comparativos entre colectivos de distintos lugares con
diferentes logros en sus demandas en un único territorio nacional. Un sindiós
que diría un amigo mío.
Y ahí estamos. Los taxistas de
Madrid no saben cómo acabar una movilización en la que se han enfrentado a sus
propios clientes, con unas pretensiones iniciales dictadas por unos logros
ajenos a los ciudadanos, otorgados por las ¿autoridades? catalanas, y que han
expulsado a la competencia de las calles de Barcelona, imposibles de logar en
Madrid, con unos mensajes y hechos de cariz radical, cuando no violento,
difíciles de asumir por la opinión pública y viendo como su pretendida fuerza
se va diluyendo en el tiempo y la sinrazón.
No menos importantes que las
batallas, en las guerras, son los personajes que surgen a su fragor. En Madrid
se ha hecho famoso “Peseto Loco”, parece ser que un taxista de ideas radicales
y tirón mesiánico que parece arrastrar a los más extremistas entre los
movilizados, que tampoco son todos aunque si la mayoría. No conozco a la
persona, desconozco bastante al personaje, pero si tengo claro que cuando lo
nombro la memoria se me mueve entre Tiroloco McGraw, aquel dibujo animado de
Hanna y Barbera que era un caballo vaquero con cargo de sheriff y habilidades
para conducir diligencias, y Caballo Loco, famoso jefe piel roja que empezó una
guerra que nunca podía haber ganado. Ni la humorística vida del dibujo animado,
ni la heroica del jefe Sioux, parecen ejemplos válidos en la lucha de los
taxistas, pero de ambas se pueden sacar paralelismos, y ninguno es positivo.
Lo malo de esta historia es que acabe
como acabe, sea con una salida digna o con una rendición sin condiciones, el
conflicto entre dos formas de ver y enfocar dos negocios que se hacen
competencia no será otra cosa que un aplazamiento más de la solución definitiva
que el problema demanda. Claro que eso pasará por un ministro capaz y unas
asociaciones dispuestas más negociar que a movilizar y secuestrar ciudades y
ciudadanos.
Sin necesidad de ser oráculo el
momento dice que sin haber acabado el enfrentamiento actual ya podemos
vislumbrar las tensiones futuras. Y si no al tiempo.
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