Es… en realidad no sé cómo es, papá, no entiendo que pueda acostumbrarme
a la imagen de tu deterioro, ni entiendo, ni me entiendo, cuando te beso o te llamo
papá como si nada hubiera cambiado. Todo ha cambiado, papá, y seguramente mi
mente se esfuerza en seguir unas costumbres que me permitan navegar entre el
dolor de la pérdida, el miedo al futuro, la necesidad de convivir con lo que fue
tu cuerpo y el esfuerzo físico y psicológico de renunciar a parte de mi vida
para entregarla a una labor que por más humanitaria que sea no evita que pueda
reconocerla como desesperanzada e, incluso, carente de otro significado que una
convención social.
Que duro resulta lo que he dicho, que terrible, que
despiadado, y que cierto. Esta ignominiosa enfermedad, esta condena familiar
que supone, te hace enfrentarte a lo mejor y a lo peor de ti mismo. Porque lo
primero que te exige es la renuncia parcial a una persona querida, la renuncia
a la esencia misma de la persona mientras cuidas de lo que fue su cuerpo.
Ves como la persona se va yendo ante tus ojos mientras su progresiva
ausencia te somete a un desgaste vital desesperado, y desesperanzado.
¿Dónde está el alma de mi padre? ¿Dónde está aquella persona
que acompañó toda mi infancia y mi juventud? ¿Qué queda aparte de sus rasgos y
su envoltura decrépita y mortecina?
Busco en tus ojos, busco desesperadamente en tu mirada, en
tus gestos, la persona perdida y no encuentro más que un pobre cuerpo
quebrantado, sufriente, aunque afortunadamente no doliente, cuando hay que
cambiarte, que moverte, que asearte. Nada queda del pudor, de la dignidad, de
esos sentimientos que determinan la relación entre padres e hijos, nada salvo
ese cariño residual y tiránico que nos lleva a buscar lo mejor, lo más
confortable para ese cuerpo que en otros tiempos nos abrazó, nos quiso, nos dio
la mano.
Es difícil enfrentarse a la realidad, a esta realidad
enferma y enfermante, sin sentirte miserable, egoísta, insensible. Pero es que
la enfermedad es miserable, miserable de cuerpo, miserable de mente. Pero es
que esta enfermedad es egoísta porque hay una parte que solo recibe, que ni
pretende ni puede pretender dar algo a cambio, salvo dolor y sacrificio. Pero
es que esta enfermedad es insensible, insensibiliza neuronalmente al enfermo y
emocionalmente a los pacientes, a los cuidadores, a los familiares.
No puedes enfrentarse a la muerte día a día durante meses, a
una muerte personal e irrenunciable, sin protegerse del deterioro que tan
terrible convivencia puede ocasionar en tu vida y en tu mente. Y nadie puede
juzgar al que lo sufre, nadie salvo el que esté o haya estado en el mismo
trance.
Parece ser que tu cuerpo ha descendido un escalón más en esa
escala que se va hundiendo cada día más en una tumba de rutinas de
supervivencia desesperada. La disfagia ya ha hecho acto de presencia, las
funciones básicas empiezan a abandonar también al cuerpo. Todo se complica un
poco más en un proceso que ya era complicado.
Y a los demás, a los que asistimos por presencia y por
servicio, solo nos queda la reflexión con perspectiva, la navegación firme y un
poco fatalista para no confundir los deseos con los sentimientos, la piedad con
la crueldad, la duración de las constantes vitales con la vida.
Y si normalmente espero, papá, que estés donde estés puedas
oír, o leer, mis palabras, hoy prefiero pensar que tu mundo y el mío son
estancos y distantes. Hoy, papá, y ayer, y posiblemente mañana, incluso yo
preferiría no oír mis propias palabras.
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