No cabe duda de que la manta es
una prenda socorrida a la hora de expresar con brevedad la idea de la falta de
rigor y planificación de ciertas iniciativas. También es útil para expresar la
falta de capacidad de alguien. El problema viene cuando los que son unos mantas
o se lían la manta a la cabeza son aquellos cuya primera obligación es mantener
su cabeza despejada y la nuestra protegida.
Otra cosa son los manteros, esas
personas, generalmente de piel negra, que invaden aceras, playas y terrazas en
busca de una venta que favorezca a quién les vende y les permita comprar con
unas monedas una ínfima parte del bienestar de la sociedad que les rodea.
A todos, a casi todos en
realidad, nos puede el sentimiento humanitario respecto a aquellos que sufren y
padecen de carencia. Es difícil, salvo para los que tienen algún fallo
emocional, mirar con conmiseración la necesidad ajena sin que le sobrevenga la
idea de cómo poder ayudarlos. Por supuesto hablamos de los que real e
individualmente carecen de lo más necesario, y no de las mafias y mafiosos que
los usan y enriquecen a su costa. Por supuesto hablamos de aquellos que tienen
una voluntad real de trabajar, integrarse en esta sociedad y prosperar sin
acabar de conseguirlo. Por supuesto no hablamos de los que ni quieren ni lo
intentan y viven con cierta complacencia de la caridad estatal y particular,
porque de esos ya tenemos suficientes nacionales.
Recibimos una avalancha de
personas que, en la mayoría de los casos por necesidad y en la mayoría de los
casos con rigor, necesitan acceder a países que les proporcionen estabilidad emocional,
oportunidad económica y bienestar social. Asistimos con pena y preocupación a
una avalancha de personas que se juegan la vida, en la mayoría de los casos con
desesperación y en la mayoría de los casos enfrentados a la fatalidad, y demandan a nuestros países la oportunidad que
no ven posibilidad de tener en los suyos, para ellos y para sus familias.
Contemplamos con cierto espanto, cómodo, distante, pero sincero, las imágenes y
sus cifras de miles de personas que a diario mueren y sobreviven en busca de
las migajas de lo que nosotros tenemos, y en muchos casos tiramos. Lamentamos,
generalmente con lamento de minutos, a veces solo de instantes, la despiadada
miseria de los que suplican para ellos como bien deseable nuestra opulenta pobreza.
Y por todo ello, para protegernos, tomamos posiciones colectivas que nos
permiten ocultar nuestro rostro individual y evitar mirar cara a cara al rostro
individual del que nos demanda. Porque cara a cara, mirando a los ojos, ni los
más recalcitrantes, anti empáticos aparte, serían capaces de negar la ayuda a
un verdadero necesitado.
Pero este no es un problema de
individuos, aunque al final todos los problemas lo sean, este es un problema de
naciones y de aquellos que con una absoluta falta de ética, creo que algunos le
llaman macroeconomía, expolian sus países, explotan a sus habitantes y acaparan
sin medida los frutos de la miseria que producen. Y ante eso no vale liarse la
manta a la cabeza e intentar dar soluciones individuales, entre otras cosas
porque si no es viable matar las moscas a cañonazos mucho menos posible es
matar los cañones a moscazos.
La mayoría de esta sociedad, la
bien pensante, que estoy convencido de que es la mayoría, se solidariza con los
que padecen necesidad, pero también esa mayoría se siente recelosa, agredida,
poco empática, cuando contempla ciertas actitudes y observa como los políticos,
aparentemente en el nombre de todos, toman determinaciones con las que no están
de acuerdo. Porque los políticos que ostentan cargo público, aunque ellos
parecen ignorarlo, no están ahí para hacer lo que a ellos les parece, si no lo
que la sociedad, la mayoría, demanda.
No son todos los políticos, claro
que no, pero sí una mayoría necesitada del voto que actúa con la única
finalidad de obtenerlo sin pararse en la consecuencia a largo plazo de sus
actos. A estos políticos, que cada vez proliferan más, se les etiqueta como
populistas y a su forma de plantear los problemas como demagogia. Pero dado que
estamos en la era del “me gusta” y sus diferentes emoticonos, podemos casi
afirmar que ese populismo se ha trasladado a la calle, aunque sea una calle virtual
llamada redes sociales, ya que aquellos que marcan el “me gusta” en toda
publicación que suene a moderna, a transgresora o a cercana a ciertas
posiciones radicales, solo buscan, en la mayoría de los casos, el “me gusta” de
su propio “me gusta”, formando así un populismo peculiar y ávido de integración
en un mundo próximo a lo ficticio.
Esta gente, a la que ciertos
políticos parecen seguir, más que ser seguidos, para acceder a sus “me gusta”
electorales, me recuerda a aquel personaje del Orense de los 40 conocido como
“El Clásico”. Este personaje, real como la vida misma, frecuentaba tertulias y
círculos literarios, considerándose a sí mismo un excelso literato. Su
argumentación era impecable: “Yo leo a los clásicos y me place lo que leo, y
luego leo mis escritos y me placen en igual medida. Eso quiere decir que
escribo como un clásico”. Trasladado a lo que nos ocupa: “si me gusta lo que
publican ciertas personas y pienso que es lo correcto y luego en las redes
sociales a los demás les gusta lo mismo que a mí, lo que pienso es
incuestionable”. Ni al clásico, ni a estos individuos, parece haberles
explicado nadie que los silogismos no son una herramienta excesivamente fiable
cuando el resultado va por delante del planteamiento. Nadie parece haberles
explicado a los populistas, políticos y votantes, que los actos tienen
consecuencias, que los derechos conllevan obligaciones y que las redes sociales
son mundos ficticios donde no todos sus habitantes dicen lo que piensan, no
todos sus habitantes son quienes dicen ser, no todos sus habitantes participan
y no todos sus habitantes conocen realmente a sus “amigos”.
Populista y lamentable es el tema
del top manta. Lo es desde el momento en que es una actividad paralela a otra
por la que las autoridades, que deciden mirar para otro lado, cobran impuestos
y, llegado el momento, los exigen coercitivamente. Los impuestos no solo se
cobran para recaudar, los impuestos obligan a las administraciones que los
recaudan a unas contraprestaciones que en este caso no cumplen provocando un
agravio comparativo y una indefensión. Tal vez la solución no sea perseguir a
los manteros, que se buscan la vida como pueden, tal vez la solución sea evitar
que haya “industriales” que se beneficien con la necesidad de personas acogidas
sin posibilidad de otro trabajo. Sin posibilidad de otro trabajo entre otros
motivos por las trabas que las propias administraciones crean a la hora de
contratar trabajadores.
Populista y lamentable es tener
un país con fronteras y pretender que estas sean transparentes o permeables.
Las fronteras existen o no existen y su labor es filtrar a los que pretenden traspasarlas.
Yo no creo en las fronteras, pero no creo en ellas siendo consciente de a
cuantas cosas tendría que renunciar si se hicieran desaparecer: Cierto
bienestar y seguridad económicos, una sanidad avanzada y pretendidamente
gratuita, que no se puede sostener si los usuarios son muchos más que los
contribuyentes, la detentación de ciertos derechos que algunos grupos
organizados cuyos intereses no son el progreso moral y ético de la humanidad
pondrían en peligro abierta la libre circulación… Y por supuesto los servidores
públicos que las atienden son solo eso, servidores públicos, funcionarios cuya
labor es mantener esa barrera que marca la diferencia en algunas formas de
entender y disfrutar la vida. Lo que es populista y aberrante es jalear el uso
de la fuerza contra esos funcionarios que están a nuestro, nuestro, de todos,
servicio.
Populista y lamentable es
alentar, jalear y amparar a aquellos que intentan usar su acogida para forzar
las costumbres de sus acogedores sin reparar en las consecuencias, ni en que el verdadero motivo de su apoyo no es
estar de acuerdo con unos usos y costumbre que chocan frontalmente con todas
sus demás convicciones, es hacer patente su enfrentamiento con otras costumbres
más permisivas y propias con las que se sienten directamente enfrentados. Salir
de Málaga para meterse en Malagón puede parecer muy moderno, pero no deja de
ser una huida hacia ninguna parte que se acaba pagando cuando esos intolerantes
a los que apoyas acaban exigiendo que tú también renuncies a lo que ahora dices
defender. Y puede acabar pasando, porque los populistas actúan por frentismo,
pero ellos actúan por convicción, y en algunas ocasiones por fanatismo.
Populista y ridículamente
estético, aunque resulte anti estético, es colgar en una fachada, pública y
emblemática, un trapo garabateado que muestra una intención de acogida en
idioma foráneo y en un lugar donde los únicos afectados que lo pueden leer son
algunos manteros que pasan por allí en busca del lugar donde aposentarse, o los
que lo ven en alguna televisión desde los barrios marginales donde se hacinan.
No hay que dar la bienvenida a los refugiados con trapos pintados, no hay que
alejarlos con trapos de diferentes colores, hay que ofrecerles una real acogida
poniendo a su disposición trabajo que exista, leyes que les permitan integrarse
y una conducta política que no fomente la xenofobia de los que se consideran
agraviados por los privilegios, en muchos casos falsos, de los que llegan. Y
sobre todo no pretender ignorar que un país, como una barca, que se sobrecarga
acaba naufragando.
El populismo y la demagogia, en
busca de un beneficio propio e inmediato, usan para su propio beneficio el
oscurantismo, los bulos y las declaraciones inapropiadas, las que todos quieren
oír, sin importarles que todas sus añagazas acaben siendo lo más popularmente
dañino que existe para que cualquier iniciativa real, sincera, sin paños
calientes, pueda realizarse. Es ese populismo fácil e irresponsable uno de los
mayores detonantes de las fobias contra los colectivos que dicen querer ayudar.
A mí me gustaría que antes de que
todos esos populistas que no ofrecen otra cosa que buenas palabras, puede que
en algunos casos acompañadas de buenos deseos, hagan un ofrecimiento y me digan
a cuantos y cuales de sus privilegios, de sus derechos, están dispuestos a
renunciar para que la acogida pueda hacerse real en los términos que ellos
pretenden.
Ser populista es sencillo, basta
con decir lo que la mayoría quiera oír. Sin compromiso, sin visos de poder
realizarse, sin reparar en las consecuencias. Basta con liarse la manta a la
cabeza y abrir la boca. El problema es que, como decía mi tía abuela, en
algunos casos los hay como mantas y abrigan como cobertores. Y de mantas
intelectuales liadas a la cabeza y cobertores públicos emboscados empezamos a
tener nuestras instituciones llenas. Y nuestras calles de manteros sin futuro.
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