jueves, 14 de mayo de 2015

Carta Peregrina

Mira, papá, el camino enseña muchas cosas a quien lo hace dispuesto a aprender. Casi cada día, cada paso, es una enseñanza, una posibilidad de sacar provecho de la experiencia, pero la primera de las enseñanzas que debes de obtener si quieres aprovechar tu andadura es que también la vida es un camino en el que debes de aprender a cada segundo, a cada instante.
La mente se despeja especialmente cuando el camino es tendido y llano porque la automatización de los pasos y la carencia de un esfuerzo específico, más allá de la dificultad del siguiente paso, permite a la mente ensoñarse, asomarse a los problemas que el camino vital ha aparcado momentáneamente, con una cierta perspectiva, con una liberadora distancia. No por andar, no por avanzar en otra dirección o camino, los problemas desaparecen, se esfuman hartos de esperarte. No. Ahí siguen, acechando tu regreso para volver a presentarse  y hacerse una vez más cargo de tu rumbo e intentar dirigirte hacia un puerto que no es el que tú inicialmente deseas aunque a veces sea inevitable.
Cuantas vueltas estoy dando, papá, solo para decirte lo que tú y yo ya  sabemos pero que no es fácil de asumir.
Nosotros, todos, estamos inermes sumidos en un flujo de acontecimientos que no siempre dominamos y que intenta dominarnos. Y dentro de ese flujo, de ese discurrir perseverante, en ese día a día que no podemos prever ni elegir, no somos más que un cascarón itinerante y casi desarbolado con un capitán voluntarioso que cree mantener un rumbo y aspira a un puerto que espera que no sea el definitivo.
Es difícil asumir el dolor, la enfermedad, la desgracia. Es difícil, pero no existe ningún mar plano. No existe la balsa más que para los barcos de juguete. El resto de las aguas se encrespa y pasa, por momentos, del simple rizo a la mar más brava, de la dificultad de avanzar el pie para el siguiente paso a la dificultad de afianzar el apoyo en un terreno complicado.
Yo no puedo saber, papá, cual es el objetivo de que tú estés enfermo, como no puedo saber, ni entender, ni asumir, que exista un plan que pase por tu sufrimiento y el de los que te rodean. Las fuerzas ciegas no tienen plan y no pueden sacar provecho del dolor. Y si las fuerzas no son ciegas mi limitada capacidad se niega a entender que el dolor sea una necesidad, un medio complicado y objetivo, de conseguir algún fin que ahora se me escapa.
Vivimos en un permanente claroscuro, en una felicidad trufada de ignorancia, de ansiedad, de penuria y de dolor, físico, y moral además, que si se justifica con un plan último e incomprensible es difícil de asumir, pero que si no existe ese plan es una burla de dimensiones cósmicas.
¿Qué increíble dicha eterna es accesible gracias a que durante días, meses, años, tú vayas perdiendo tu memoria y te sumas paso a paso en una infancia inversa que nos lastima a todos, que nos deja lacerados por tu sufrimiento y temerosos de nuestro futuro?
¿Qué ventaja evolutiva buena para el universo se puede inferir de debatirse ante la muerte enfermo e indefenso?, ¿Qué crecimiento trascendente se produce cada vez que un pobre e insignificante individuo muere por hambre, por violencia, por enfermedad, por simple y llana vejez?
Sí, es verdad,  la dicha se aprecia más cuando se ha sufrido, pero tal vez ésa dicha, aun apreciándola menos, no necesitaría de momentos de exaltación si fuera continua y serena, como ha de serlo la eternidad.

Bueno, papá, no sigo. En realidad y dadas las circunstancias esta carta no debería de decir nada más que qué he pensado en ti mientras caminaba, o, dado que aunque la leyeras dudo que la entendieras, que se trataba de reflexionar sobre que no he dejado de pensar en ti mientras caminaba. Ni en ti, ni en mamá, ni en mi hermana, mi mujer o mis hijos, ni en nadie de los que me rodean e importan, porque el camino no es el olvido, no es la huida, el camino es, como siempre, intentar comprender que es la vida, por qué es la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario