Dicen por ahí que nada es verdad
ni es mentira, que todo depende del color del cristal con que se mira. Y debe
de ser verdad, porque gente hay, desgraciadamente mucha, que es monocromática
hasta el suicidio. O dicho de otro modo que solo mira en una dirección por lo
que con frecuencia se ve atropellada por los que circulan en la dirección que
no miran.
Tal vez al final todo sea que yo
padezco de una desviación multicromática no habitual, o un defecto óptico que
me obliga a mirar en todas las direcciones posibles e intentar por todos los
medios, infructuosamente, que se me lleven por delante.
No sé si es la edad, la
experiencia o simple debilidad mental, pero soy incapaz de asumir las
consignas, los mensajes, las proclamas de los líderes de opinión que de forma
sistemática y machacona llegan hasta mí por gentileza de los diferentes medios
de comunicación.
Se me plantea un problema inicial,
el de la veracidad. Desde que por razones educativas tuve que viajar cuatro
veces al día en el metro, y dado que no existían los móviles, ni siquiera los
walkman (para aquellos demasiado jóvenes, dura enfermedad, los casetes
portátiles), no había mejor entretenimiento en los trayectos que escuchar las
conversaciones ajenas, aprendí que todo el que cuenta algo lo cuenta porque
lleva razón. Ergo en el metro solo viajan los que tienen razón o todo el mundo
cree tener razón, o existen tantas razones como colores en los cristales con
que lo miran.
Así que puestos en esta tesitura
me pareció que era estadísticamente improbable la identidad viajero del metro =
persona con razón, por lo que, y con una pizca de autoexamen, comprobé que las
historias solo las cuenta el que cree, o necesita, o espera firmemente
convencido, tener esa razón sin la que todo relato tendría el feo cariz de una
confesión.
Pues, tal como decía, será por
esto, o no, pero he comprobado que ciertas posturas me generan, desconfianza es
un término excesivo, incredulidad no es la palabra, prevención. Eso es, las
declaraciones de los líderes de opinión me producen prevención en casi todos
los casos, y digo casi todos porque cuando lo que oigo es un mitin de lo que
sufro es de bochorno, de vergüenza ajena.
Así que puestos a examinar mi
razón, la del color que sea que parece ser variable, he llegado a la conclusión
de que me cuesta creer a aquel que me ofrece todo lo que yo quiero, porque yo
quiero tantas cosas que dudo que haya dinero para pagarlas y si no hace falta
dinero, cosa que me parecería realmente apreciable, no tengo nada clara la
sistemática que me proponen para pasar de esta forma inmoral de civilización a
la nueva sin dejar un reguero de cadáveres por el camino o sin encontrarme a un
mesías que me arruine aún más la vida.
Claro que por otra parte tampoco me creo nada de aquellos iluminados del
apocalipsis que solo ven la paja en el ojo ajeno y jamás llegan a ver el ojo,
sobre todo porque empiezo a dudar de si la paja estará en el ojo que ven o
estará en el propio, o, incluso, en los dos.
Con desesperanza he comprobado
que eliminados los anteriores nada me queda por decir de los demás, entre otras
cosas porque no me quedan demás con los que poder estar de acuerdo.
Definitivamente, al fin lo he
comprendido, mi color es el negro. Seguramente debido a una inexistencia de
fotorrecepción, o de audiocomprensión.
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