Las cosas cambian y no
precisamente para bien. Tampoco es cierto que cualquier tiempo pasado fuera
mejor, no, pero tengo la sensación de que nuestra forma de entender el mundo, eso que pomposamente llamamos
civilización, está en un declive imparable.
Y no lo digo por los problemas
económicos, que si, ni por los problemas éticos, que también, ni siquiera por
los problemas bélicos, lo digo porque la constante intoxicación, el recorte de
libertades y derechos, la manipulación política y la crisis de valores inducida
por una educación interesada en formar borregos en vez de personas, hacen que
sea previsible una caída al lado de la cual la del imperio romano no fue si no
agacharse a coger una flor.
¿En qué foro internacional me he
documentado? ¿De qué grandes expertos beben mis opiniones? De la calle, de la
comparación del mundo que viví con el que vivo, de la percepción de un
deterioro sordo, de un desánimo que va creando incomodidad, de un cabreo
subyacente que antes o después tendrá que reventar por algún lado y, como
siempre que revientan las cosas, que dios nos pille confesados.
Pero como el movimiento se
demuestra andando voy a poner un ejemplo de lo que intento explicar. Si quien
lee esto se toma un poco de molestia en verificar mi ejemplo comprobará que al
mismo nivel popular, callejero, cotidiano hay muchos más.
Recuerdo que en tiempos de mi
niñez, finales de los cincuenta, principios de los sesenta, mi abuela, y mucha
otra gente humilde, tenía su pobre de cabecera, un señor que una vez al mes se
pasaba por la puerta de su casa y recibía una dádiva, alguna vez en especie,
las más monetaria, que nunca era excesiva. Mi abuela le preguntaba por sus
asuntos, charlaban un par de minutos y este señor se despedía hasta el mes
siguiente. Era un pobre reconocido, esto es con reconocimiento de pobreza e
imposibilidad verificada de poder trabajar para ganarse la vida. Por aquél
entonces no existían los beneficios sociales ni los sueldos de inserción y a los
pobres se les llamaba así, pobres o mendigos y no “jomeles” por si se ofendían.
Corrían ya mis treinta años, o
sea los ochenta del siglo pasado, cuando en una esquina de Serrano con Victor
Andrés Belaunde de Madrid abría diariamente su despacho un mendigo, y lo
nombraré a él por poner un ejemplo pero había muchos más, que se acercaba al
coche con un cubito de playa, que si llovía se ponía en la cabeza, y me
comentaba su necesidad de ropa o de pagar el alquiler de una habitación, o me
invitaba a un café, que por supuesto pagaba yo, o me comentaba sus visones de
posibles negocios lucrativos, y siempre, siempre, con una sonrisa, una frase
ingeniosa o dándote unos panfletos en los que como enviado de la confederación
de planetas analizaba “en profundidad” los males de la sociedad y pronosticaban
la pronta e imprescindible intervención de la civilización extraterrestre en la
que él sería reconocido como enlace y elegido.
Nunca vi que nadie sintiera la
necesidad de subir las ventanillas, poner el cierre de seguridad ni ninguna
otra acción evasiva con respecto a este buen hombre.
Una vez, estaban cercanas ya las
navidades, me comentó que sería un buen negocio vender unos décimos de lotería
mientras “paseaba por su esquina”, como él solía decir. A la semana siguiente
le llevé un par de billetes y se los di para que los vendiera. Al cabo de unos
días me entregó el dinero de los billetes y “mi parte” de los beneficios que yo
recogí sin rechistar y que le di como aguinaldo al día siguiente porque sabía
que él se sentiría orgulloso de haber hecho un negocio, y también lo suficientemente
necesitado como para no rechazar “mi parte” devuelta no como renuncia a mi
participación si no como donativo a su labor como “enviado”. Pocos meses
después dejé de verlo y me lo encontré por casualidad en otra esquina
diferente. Me contó que las cosas se estaban poniendo chungas, que había gente
nueva muy rara y que su “trabajo” se estaba volviendo peligroso. Ya no volví a
verlo.
Desde entonces a aquí raro es el
semáforo en el que no te sientes asaltado, intimidado moralmente, y en
ocasiones casi físicamente (peor si eres mujer), agredido por una ingente turba
de pretendidos indigentes que, de malos modos en muchas ocasiones, pretenden
coaccionarte para que compres algo inútil, te dejes hacer una limpieza
innecesaria de cristales, pagues por escuchar un ruido generado por un
instrumento musical, o simplemente dejes alguna moneda. No me llegaría el
sueldo de un mes para recorrer Madrid durante un día si accediera a todas las
pretensiones. No me llegaría toda mi capacidad moral de sufrimiento si pensara
que todos ellos son verdaderos necesitados. No me llega toda la rabia del mundo
cuando veo ciertas actitudes rayanas, cuando no ciertamente insertas, en el delito
ante la absoluta pasividad de los agentes del “orden” ocupados en otros
menesteres más lucrativos para los administradores.
Hace ya años paseando por Goya
con mi familia, encerrado en mi cápsula de proximidad familiar, algo llamó mi
atención. Una señora mayor sentada en un banco parecía pedir, como una pedigüeña
más, y como a una pedigüeña más mi mirada la había borrado del paisaje al pasar,
pero algo debió de llamar mi atención, no sé el que. Salí de mi capsula y me
volví. Era, efectivamente, una pobre señora, bastante mayor, con carencias
físicas y apenas un hilillo de voz, que pedía que alguien le parara un taxi. “Si
yo llevo dinero, pero no me atrevo a salir del bordillo para pararlo”. Le paré
un taxi y la ayudé a subir. Nunca me he sentido más miserable, más inhumano,
más triste, suponiendo lo que nos espera.
Alguien debe de estar trabajando
en nosotros para provocarnos una triste, una castrante, una interesada
indiferencia hacia nuestros semejantes. Y con éxito.
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