Decía hace un tiempo un conocido de
origen extranjero que uno de los grandes problemas de los españoles es que no sabemos protestar ante las
instituciones o las grandes empresas, que se nos va la fuerza en gritos y
aspavientos y una vez desahogados nos marchamos y “no hubo nada”.
Viene esto a cuenta de que ayer,
en una sucursal del Banco Santander, hace un mes en una del Popular y mañana en
una del BBVA, estuve treinta y cinco minutos para poder hacer un simple y
sencillo ingreso. Cuando llegué, treinta y cinco minutos antes, tenía delante
de mí cuatro personas y veinte minutos más tarde había tres. Cuando me fui quedaban
en la cola nueve personas. Algo parecido, incluso peor, me sucedió un mes antes
en una sucursal del Banco Popular de Almería, donde incluso aproveché la
presencia de un conocido hostelero de la capital para sugerirle que montara
allí una barra con cañas y tapas para mejor llevar la hora y veinte minutos de
espera que tuvimos que aguantar, en mi caso para el mismo trámite. Llegar, dar
la cuenta, dar el dinero, firmar y adiós muy buenas. Unos tres minutos.
En ambos casos, y en otros
muchos, un solo empleado atiende un mostrador preparado para atender a dos o
tres personas a la vez, gestiona, sin discriminar, al que tiene que hacer una
operación o al que aparece con una carpeta, y tiene que aguantar las crecientes
iras de los asistentes.
No solo en los bancos, en la
seguridad social, en correos, en las ventanillas de cualquier multinacional u
organismo puedes hacer el mismo cálculo, aproximado. Cinco ventanillas de
atención al público, dos están haciendo asuntos propios, desayunando, haciendo
la compra…, asuntos propios, uno está pero atareadísimo en labores
administrativas que no permiten atender al público, y dos dan servicio, aunque
seguramente alguna de ellas no es muy experta porque tiene que levantarse a
consultar a la otra o a algún despacho interior para hacer casi cualquier
trámite. De cinco efectivas una y media. Claro que luego está el momento
culmen. Las dos personas que estaban haciendo asuntos propios llegan y uno
piensa bueno ahora esto va más rápido. Craso error. Los que llegan se sienten
en la obligación de comentar con amplitud de detalles los pormenores de las
experiencias vividas fuera del ámbito laboral, y deben de tener tal capacidad
de narración, tal entusiasmo en sus experiencias, que los que estaban atendiendo
cesan en su labor para mejor absorver lo sucedido. Finalmente los que llegan
descuelgan el teléfono de su mesa sin dirigir ni por un instante la mirada a
los expectantes e impacientes que aguardan su turno, charlan durante un rato
con alguien, conversación que por el tono y los gestos se antoja particular, y
finalmente, sin prisas, se disponen a llamar al siguiente. Bien. Cuatro de
cinco. Pero entonces, y justo cuando acaban de atender al que estaba en su
ventanilla y el siguiente se dispone a tomar posesión del espacio, aparece un
cartel que pone “fuera de servicio”, o algo parecido, y las dos que estaban
atendiendo se incorporan y dirigiéndose a las recién llegadas les comunican,
con tooodo lujo de detalles, sus planes y horarios para, como mínimo la próxima
hora. Y burla, burlando, ya estamos en una y media de nuevo.
A todo esto la
gente se ha ido indignando, cociendo, poniendo en ebullición, cabreando hasta
que surge el carácter español representado por el arengador. Este personaje
inútil, y yo creo que a veces contratado por la misma entidad u organismo, se
levanta y se pone a declamar, a gritar, a hacer sonoras y retumbantes, las
indignaciones del público presente que inmediatamente asiente, sin jalear, como
máximo apuntillando alguna de las sentidas palabras del arengador. Suele
empezar por un “no hay derecho”, seguido casi siempre de un “si hay más
ventanillas que pongan más gente que seguro que por ahí hay algunos que no
están haciendo nada” acompañado de inquisitivas y furibundas miradas hacia
cualquier empleado o funcionario que esté a la vista. Y cuando finalmente lo
atienden, con cortesía infinita por parte del arengador, hace su gestión, se va
e, insisto, aquí no hubo nada.
Porque no poner
más personal es más barato, porque los gritos y la indignación de las personas
no se reflejan en las cuentas de resultados ni en los presupuestos, porque en
unos casos el cliente es el beneficiario y en otros el ciudadano es en realidad
el contribuyente o el paciente.
Si tiene que protestar,
proteste, pero sea eficaz, educado. Piense que quien le atiende ni organiza, ni
dirige, ni dispone. Pida una hoja de quejas o de reclamaciones y haga que su
enfado, su indignación, queden patentes e indelebles. Aunque crea que eso va a
la basura, que allí es donde acaba, la acumulación de basura en las papeleras y
en las destructoras puede llegar a provocar algún atasco, ergo gasto, o incluso
puede llegar a colapsar al servicio de limpieza, y entonces llamará la atención
de alguien que empezará a pensar en una solución. Proteste, pierda un minuto
más de los que ya ha perdido y ejerza sus protestas de una forma lo más eficaz
posible. Al final los gritos son solo ruido.
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