Ha pasado el día de las víctimas,
el día de las conmemoraciones y actos que rememoran una acción que supuso el
dolor y la perdida de seres queridos para los que los perdieron, el miedo y el
recuerdo lacerante para los que se quedaron. Ha pasado el día, que en realidad
para muchos son todos los días, de recordar con dolor, con añoranza, todo lo
que para las víctimas, muertos, heridos, allegados, pudo ser y no fue a partir
de aquella aciaga jornada del 11 de marzo.
Aunque no porque haya pasado el
día pasa el recuerdo, no porque el calendario siga su curso en pos del sol y su
camino, el dolor sea menos intenso. Simplemente las agujas se siguen moviendo
para alcanzar tras setecientos treinta giros completos un nuevo día de recuerdo
y dolor expresados.
Pero tal vez porque ya no es el
día de las víctimas podamos sin remordimientos, sin reparos, con un cierto
resentimiento, establecer que hoy sea el día de los damnificados, el día de los
que sin ser muertos, heridos, ni allegados, llevan diez años viviendo las
consecuencias de aquellas explosiones, el día en que varios millones de
españoles se dejaron arrastrar para
reabrir el más amargo de los fantasmas nacionales, el día del renacimiento de
la versión más feroz y descarnada de las dos Españas.
Porque al día siguiente hubo
quien pretendió sacar partido de la sangre aún no coagulada, hubo quien sacó
partido del espanto y del miedo, hubo quién mintió para asegurarse los votos
que ya no podrían emitirse y hubo quién los buscó por otros medios. Porque al
día siguiente, que digo, al minuto siguiente, esta nefanda casta de burócratas
aprovechados y sin conciencia que se llaman políticos, se dedicó a mover sus
fichas para asegurarse su cuota de muerte y a los demás, a los de a pié, a los
que aún traumatizados contemplábamos el ir y venir de cadáveres y ambulancias y
seguíamos con ansiedad las cifras cambiantes de heridos y muertos, nos dejaron una
herencia aún no resuelta de frentismo, el rencor irreconciliable de las
afrentas indecentes que taparon, que tapan, una reconciliación con el rigor,
con el respeto, con la convivencia, que una vez más se ha demostrado
inalcanzable. En España una vez más, hace ya siglos, hace ya diez años, vivimos
unos contra otros, unos frente a otros, en vez de unos y otros. En España una
vez más, hace ya siglos, hace ya diez años, vivimos del insulto con rabia, de
la descalificación ciega y partidaria, del “y tú más” de la desmemoria, de la
mediocridad, y la inutilidad. En España una vez más, hace ya siglos, hace ya
diez años, vivimos de agredir con el pasado en vez de buscar con ahínco, con generosidad,
con colaboración, el mejor futuro. Porque en España una vez más, hace ya
siglos, hace ya diez años, hemos sustituido la convivencia por la
confrontación, el debate por la algarada, el adversario por el enemigo, la
razón por el insulto.
“Españolito que vienes al mundo
te guarde Dios una de las dos Españas ha de helarte el corazón”, o las dos.
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