viernes, 15 de abril de 2022

Cartas sin franqueo (LVI) - Demonizar

Hace ya tiempo, un tiempo largo y complejo, que no cogía los trastos de escribir, el recado, tal como se ha llamado habitualmente, para comentar contigo alguna cuestión que en nuestras conversaciones ha quedado en el aire. Y es que han sido tiempos en los que la actualidad se ha impuesto al pensamiento, aunque reconocer esto, que no es coyuntural, si no cultural, es reconocer un fracaso, una aberración difícil de justificar, propia de nuestra civilizada incivilidad.

¿Cómo puede la actualidad, que es el pensamiento de lo que está sucediendo, imponerse al pensamiento, que es el análisis actual de lo que nos rodea? Pues puede, puede. Puede desde el  momento en el que consideramos que la actualidad es aquello que las fuerzas sociales, económicas, políticas, consideran que es importante, y lo consideran imponiendo la importancia de los temas seleccionados por ellos a la importancia de los temas que configuran nuestra preocupación diaria.

De esta forma nos fuerzan a participar en un estado de opinión que evita, que en realidad duerme, la necesidad imprescindible para nuestro bienestar, de tener una opinión del estado, y en este asunto, como es evidente, el orden de los factores sí altera el resultado, aunque esta expresión matemática carezca de gestión emocional, o de perspectiva de género, como carecían las matemáticas que los pitagóricos, allá en su Grecia clásica e insensible a cuestiones tan fundamentales para la ética actual, tenían a bien enseñar y aprender. Aunque más vale no decirlo mucho, muy alto, porque algún especialista en linchamientos históricos, y hay bastantes, puede decidir que hay que acabar con las enseñanzas pitagóricas y acabar con el prestigio matemático del mismo Pitágoras, si alguno de ellos llega a valorar que Pitágoras, tan ajeno entonces a la actualidad actual, cometió alguna incorrección ética, los griegos eran muy dados al culto a los efebos, y al sexo con menores, por poner un ejemplo, que ofenda al criterio moral de los actuales censores de comportamientos ajenos. Y este criterio, que solo obedece a la actualidad creada, y proyectada indiscriminadamente de forma intemporal y universal, es una elaboración perversa de ciertas minorías egoístas, pacatas, victorianas, timoratas, castrantes, censoras, puritanas, que buscan imponer esos criterios sobre el resto de la sociedad, mediante el acoso, el miedo a la exclusión social y a la demonización de los señalados.

Que, por cierto, de eso es de lo que quería comentarte. Ese es el verbo que me hizo salir de mi “enmimismamiento” de actualidad impuesta, y coger el recado electrónico, ya me va costando hasta escribir a mano un cheque, para dirigirte estas letras, el verbo DEMONIZAR: “atribuir a alguien, o algo, cualidades, o intenciones, en extremo perversas o diabólicas”.

Veía, hace un par de noches, una serie española, “Sentimos las Molestias”, que protagoniza, entre otros, Resines, que encarna a un prestigioso, y laureado, director de orquesta, que, en un momento determinado, en un momento en el que se encuentra sumido en una situación personal, y sentimental, traumática, busca, como hace cualquiera que no sea un guionista sensible al acoso, o un integrante de los grupos censores, una relación en su entorno más cercano, e intenta besar a una intérprete de su orquesta, intenta besarla, sin insistencia, sin ningún otro gesto o actitud de perseverancia o continuidad, que lo rechaza hasta el límite de poner en conocimiento de toda la sociedad que los rodea, la orquesta, sus administradores, una actitud de acoso, que él, además, y en esto solo el guionista tiene la responsabilidad, asume inmediatamente como perversa. Habla incluso, en el colmo del delirio militante, de hacer un “Plácido”.

El desarrollo es terriblemente adoctrinante, la actitud de la intèrprete, puritana e intransigente, la intención de la narración moralizante hasta extremos intolerables, y el resultado de lo contado desmoralizador. No llega a la infumable “Todos Mienten”, que basa todo su desarrollo, suponiendo, que es mucho suponer, que tenga desarrollo, en contar una historia que se sabe como acaba antes de haber empezado, porque los censores de lo ajeno, profesionales, los creadores de opinión socialmente tolerable, los linchadores públicos, no permitirían jamás otro final diferente. Una serie en la que los personajes son planos, los actores máscaras y el guión un discurso militante, moralizante, pretendidamente ejemplarizante, cabreante, insisto, castrante.

La aplicación demonizadora, demoledora, incuestionable, del castigo público, del linchamiento, sin opción de defensa,  a cualquiera que incurra en la ira impostada de estos grupos, es algo que el futuro estudiará con pasmo, mientras recupera el prestigio artístico, profesional, de gente cuyos comportamientos, cuya responsabilidad legal, debe de ser exigida, pero a la que se lincha en actividades desarrolladas con prestigio, e, incluso en ocasiones, con un claro beneficio social en esa actividad. Yo no puedo saber, ni me corresponde hacerlo, si Plácido Domingo mantuvo actitudes incorrectas en su momento, ni siquiera si en aquel momento eran incorrectas, o lo son solo vistas desde ahora, pero si sé que usar su nombre para definir una conducta teóricamente reprobable, conducta que nunca tuvo intención de ser incorrecta más que en la interpretación de la agraviada, es de una desfachatez militante, es de una intolerancia demonizadora.

Como sé que cualquier abuelo, seguramente muchos padres, de los que por la vida vamos con la conciencia bastante tranquila, y algunos años, bastantes, a cuestas ,hemos robado algún beso en algún momento, hemos incurrido en actitudes que ahora, hoy por hoy, no tendrían justificación en ciertos círculos de moral puritana, dogmática, pero que en su momento obedecían a unas leyes del galanteo, que en aquel punto concreto de la historia se ajustaban a los valores y actitudes imperantes, y que no pueden ser juzgadas, ni valoradas según los valores y circunstancias de la actualidad. Y, por supuesto, no hablo de propasarse, no hablo de obligar, forzar o violar, faltaría más, hablo, simplemente, de que a la mujer se la educaba en negar cualquier acercamiento carnal, y a los hombres en intentar derribar la barrera que se nos oponía. No había nada perverso en ello, todos conocíamos los límites, todos compartíamos las reglas con las que relacionarnos, todos, según las pacatas reglas de ciertos grupos preponderantes, fuimos acosadores, hicimos “Plácidos”, o, si la otra persona nos gustaba mucho, pudimos llegar a ponernos pesados, sin perturbar, dentro de las reglas que entonces conocíamos, vivíamos, sin ningún tipo de intención vejatoria o discriminadora.

Demonizar es una actitud claramente militante, claramente puritana, claramente adoctrinadora, que no busca otra cosa que atemorizar, que imponer a la sociedad, por la vía de la coacción, actitudes elegidas por unos cuantos que, más allá de su pertinencia, de su conveniencia, deben de ser adquiridas por la educación, por la formación, por la madurez de un pensamiento individual que la actualidad demonizadora, globalizante, coercitiva, impide. Demonizar es una forma de hacerse, desde una perspectiva ideológica, con la capacidad de juzgar una historia en la que no se ha participado, ignorando todo aquello que no sean los hechos interpretados desde el dogmatismo militante, desde la absoluta ignorancia, voluntaria, intencionada,  de las circunstancias históricas que los ocasionaron. Demonizar es buscar el daño interesado, interesado por actitudes minoritarias, doctrinales, más allá de la responsabilidad legal, incluso cuando esta no existe. Demonizar es llevar lo personal a lo profesional, lo privado a lo público, y hacer un "totum revolutum" donde el revanchismo impere sobre cualquier otra opción. Demonizar es denunciar con rabia, con afán de dañar más allá del daño recibido y solo con el afán de lastimar sin límite, sin caridad. 

En fin, voy a acabar con estas mis palabras, no vaya a ser que alguien demonice su extensión, y no vuelva a leerme, ni a saludarme, y además considere que puede llamarle un “Rafael” a cualquier escrito con más de doscientas palabras, lo que se llama un “twiter”.  

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