Es
difícil entrar en temas éticos que atañen a la libertad individual y que chocan
con la tradición moral de una sociedad. El mundo evoluciona y ese ancla secular
que componen las mal llamadas buenas costumbres, que ni siempre son buenas, ni
siempre son costumbres si no imposiciones emanadas de instituciones dominantes,
entorpece cualquier debate que quiera abordarse con un mínimo de rigor.
Pero
una cosa es reconocer la dificultad y otra muy distinta sería eludir el debate,
eludir la responsabilidad que todos y cada uno tenemos de crear una corriente
de opinión que pueda transformarse en leyes que se amolden a la mayoría,
preservando la posibilidad de la minoría de actuar conforme a sus convicciones.
O
sea, lo contrario de lo que suelen hacer habitualmente nuestros políticos. Es
fundamental que los ciudadanos tomemos el mando, al menos en ciertos temas que
nos van a comprometer antes o después, y no nos recreemos en esperar a que los
políticos, forofos del frentismo y profesionales del lío, decidan, para luego
poder criticar sus decisiones como si nosotros no tuviéramos nada que ver, que
hacer, o que decidir, en el tema.
¿Suicidio
asistido, cuidados paliativos o muerte inducida? Está son las tres patas de un
banco donde el criterio ideológico no puede suplantar, tapar o anular el
criterio ético con el que cada individuo debe de afrontar, casi
inexorablemente, durante su vida situaciones que van a demandar una claridad de
decisión que debe de sobreponerse a los sentimientos.
Yo
siempre he creído, y así lo he expuesto en múltiples ocasiones, que en
cuestiones morales o en cuestiones éticas, la ley es un intruso indeseado. Cada
persona, cada situación, es una experiencia singular, y, por tanto, no se puede
ordenar de forma global ignorando, como habitualmente hace la legislación, la
conciencia individual y las circunstancias particulares.
Es
verdad que la ley debe de contemplar aquellos supuestos en que hay aun
desacuerdo entre partes. Es verdad que la ley debe de vigilar que no se usen
recursos excepcionales de forma inconsciente, inconsistente o, llanamente, a la
ligera. Es decir, evitar el abuso de la excepción. Pero solventados estos
criterios, solventadas estas posibles e indeseables opciones, la ley debe de
amparar al que más sufre, al paciente, que no siempre es el enfermo.
Es
muy duro, y lo sé por experiencia personal, tomar decisiones que afectan a la
vida y al futuro de personas a las que quieres. Pero tal vez, y precisamente en
esta frase, están las preguntas que uno debe de hacerse en ciertas circunstancias.
¿Lo que preservas puede considerarse vida más allá de las funciones elementales
que la identifican? ¿Existe la posibilidad de un futuro de normalidad o una
posibilidad de mejora de la calidad de vida? ¿Reconoces en la ausencia de
repuestas, en la degradación de la mente, en la decrepitud física, del enfermo
a la persona que quieres? ¿Sabes si, más allá de su capacidad de transmitirlo,
o de expresarlo, sufre?
Hay
momentos en los que claramente la vida es una prisión cuya única salida es la
muerte. Un tormento compartido que vulnera la decencia y la compasión. Un
sufrimiento sin premio que solo un final digno, compasivo, sin agonía, sin más
agonía, puede compensar.
El
meollo de la cuestión, el debate que debe de plantearse es ¿Quién toma la
decisión? ¿En qué circunstancias? ¿Con qué medios?
Hay
casos famosos: El de Vicent Lambert, el de Ramón Sampedro, el de Ángel
Hernández, entre otros. Pero estos casos famosos lo único que nos aportan es la
singularidad de cada caso, la complejidad de situaciones, posturas personales y
familiares, toma de decisiones y riqueza de matices que el tema comporta.
Pero
no todos los casos son famosos. Es más, la mayoría de los casos no lo son.
Todos los días, de forma anónima y sin despliegue editorial de ninguna clase,
la vida y la muerte juegan su partida ante situaciones sin salida. Todos los
días familiares, agobiados por la responsabilidad y el sentimiento, han de
enfrentarse a la toma de una decisión de la que nunca obtendrán la compensación
de tener la seguridad absoluta de haber hecho lo correcto. Todos los días,
padres, hijos, conyuges, han de asumir la responsabilidad de permitir que la
muerte acorte su camino y termine con un sufrimiento sin objetivo.
El
final paliativo, el cese de la lucha por preservar la vida, esa lucha que
instintivamente todos sostenemos, está ya ampliamente reconocido en la
sociedad, aunque a veces los argumentos ideológicos, los argumentos morales,
aún asomen restos de intolerancias que alargan el pesar de los sanos y el
sufrimiento de los enfermos. Nada es fácil en este tema, pero además los
sentimientos y las convicciones tienden a enredar más de lo deseable.
Pero el
final paliativo es, de alguna manera, una decisión pasiva, una decisión en la
que lo único que se valora es el cese de la lucha, la dejación de medios que
alargarían la vida del enfermo sin posibilidad alguna de mejoría y con el
añadido, en muchos casos, de un sufrimiento físico solo justificable en caso de
curación o mejora. Y una decisión pasiva bordea la responsabilidad nunca
asumida completamente de decidir sobre la vida ajena, habitualmente querida y
ajena.
Pero ¿Qué
pasa cuando la decisión es activa? ¿Qué pasa cuando no acortamos la muerte y
acortamos la vida?
En
estos casos nos enfrentamos al instinto primario del ser vivo, mantener la
vida, y al criterio moral colectivo, “no matarás”. Nos enfrentamos al criterio
generalizado de que el individuo no puede disponer de su vida, de que el
individuo sano no debe de plantearse el disponer de su vida, de que el suicida
es un enfermo emocional que actúa bajo una presión producida por su propio mal,
que le hace imposible encontrar vías de vida a su sufrimiento.
Y si,
conceptualmente, el suicida es un enfermo de desesperanza, ¿cambia la situación
si el enfermo lo es antes de una dolencia física que lo aboca a la dolencia
moral? ¿Bajo qué circunstancias ese cambio es comprensible desde el exterior?
¿Es necesaria la comprensión exterior?
Una
vez más el miedo al abuso, el miedo a la decisión equivocada o interesada,
viene a complicar una situación ya de por sí complicada. La complica en el caso
del suicidio asistido, y mucho, pero mucho más en el caso de la muerte
inducida.
¿Qué diferencia a un suicida cotidiano de un
suicida excepcional? ¿Una dolencia? ¿Una justificada desesperanza? ¿Cuándo es
justificada? ¿Valen los mismos criterios para la muerte inducida?
A
esta última pregunta seguramente la respuesta inmediata es no. En un caso es el
sujeto de la muerte el que toma la decisión, y en el otro son solo personas
afines, o técnicamente preparadas para hacerlo. Pero si lo pensamos, si
analizamos con un mínimo de cuidado, la respuesta debería de ser sí, y debería
de serlo porque de lo que hablamos es de las consecuencias legales para
aquellos que han intervenido activamente en la muerte de un ser humano.
El
muerto, una vez muerto, ni siente, ni padece, ni es alcanzable por ninguna
decisión de los vivos, pero los que han colaborado en la muerte si sienten, si
padecen y si pueden ser reos de decisiones judiciales. Y ahí es donde realmente
reside el debate, ahí es donde realmente la legalidad solo puede entrar a
evitar el abuso, a evitar la utilización fraudulenta de un recurso humanitario
excepcional con fines que nada tendrían que ver.
Yo no
soy partidario de la eutanasia como método terapéutico, aunque si lo sea como
salida humanitaria excepcional. En este sentido el matiz es tan importante,
más, que el fondo. Yo no legalizaría la eutanasia, pero si buscaría la legalización
de un camino, duro, complicado, exhaustivo, garantista, para conseguir la
aplicación excepcional de la eutanasia.
Tal vez
quién lea mis palabras piense que no sé lo que digo. A veces yo también lo
pienso, pero en este caso, y me sucede como con el aborto, me horroriza pensar
en la muerte como una salida cómoda a una situación incómoda, en vez de pensar
en ella como una salida compleja, dura, mortal, a una situación irreversible.
Cuestión de criterios éticos, individuales, emocionales.
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