Supongo que legislar es
complicado, incluso ingrato. Supongo, porque nunca me he visto en la tesitura
de hacerlo, que buscar la justicia para los demás es una tarea que debe de exigir una capacidad
casi infinita de perspicacia, perspectiva y buena fe que parece inalcanzable.
Tal vez por eso mismo intentar que la legalidad, el resultado del acto de
legislar, se acerque a un concepto tan ideal como el de Justicia ya no es solo
complicado, ingrato, es, finalmente, improbable.
Pero tal vez lo más preocupante,
lo que hace que nuestro punto de partida apunte, desde antes de empezar, en una
dirección equivocada, a un camino torcido, es comprobar en manos de quién
dejamos la tarea.
Legislar debe exigir una tremenda
pulcritud en la neutralidad, unas claras miras de lograr mejoras en la
convivencia que sobrepasen la circunstancialidad del día de su promulgación y
busquen un futuro lo más largo posible, una vocación indiscutible de facilitar
la convivencia en armonía evitando las situaciones de preponderancia, de abuso
y de perjuicio, administrando los derechos de cada uno sin permitir que nadie
pueda olvidar las obligaciones para con los demás.
Esto lo entendieron muy bien los
legisladores de la antigua Roma, tan bien, que a día de hoy el derecho romano
sigue siendo la base fundamental de diferentes sistemas legislativos, incluido
el español. Pero desde entonces, desde hace más de dos mil años, ese cuerpo
legislativo se ha ido modificando para adaptarlo a nuevos tiempos, nuevos
conceptos, nuevos derechos, nuevas obligaciones. Y el problema siempre ha
estado en la mirada del legislador.
Porque los cuerpos legislativos
no han sido neutrales nunca. Durante cientos de años se ha legislado sobre los
interesas de los legisladores que estaban representados por la iglesia y la nobleza.
Unos legislaban sobre la moral, confundiendo sus convicciones con normas de
obligado cumplimiento, y los otros legislaban sobre el beneficio y la riqueza
reservándose la parte del león y el control de acceso a esa riqueza, o
simplemente al bienestar. Detentar el poder y el control eran los objetivos.
Esta situación pareció cambiar
con la Ilustración, el nuevo concepto de ciudadano y la aceptación de los derechos
individuales universales. El reconocimiento del individuo como referente de esos
derechos y capaz de gestionar su propio entorno ético abre unas expectativas
que desgraciadamente se frustran al poco tiempo, al poco tiempo histórico.
La irrupción de las ideologías
como sistemas de convicciones que se alimentan de la preponderancia del
colectivo sobre el individuo, del enfrentamiento sobre el acuerdo, de la
imposición por ley sobre la formación evolutiva, hacen que la tarea de legislar
recaiga en unas manos que buscan conseguir por la vía de la inmediatez
legislativa la obligatoriedad social de compartir las ideas del gobernante y
sus más allegados, convirtiendo, de paso, la discrepancia en una ilegalidad.
Pero si con todo lo apuntado la
ley parece quedar en mal lugar, en peor lugar queda cuando se constata que las
leyes de los distintos periodos se solapan porque nadie las deroga, dando lugar
a esperpentos, o situaciones de absoluto agravio.
La legislación sobre la moral que
en tiempos pretéritos impulsó el `predominio terrenal de la iglesia, se
convierte hoy en una legislación que afecta a las convicciones éticas de los
individuos, penalizando, a veces con rigurosidad, convicciones que comparten
amplios segmentos de los legislados.
No se puede, no se debe, legislar
la moral. No se puede legislar, no se debe, sobre conceptos y derechos que
atañen al propio individuo y no implican en su aplicación a otros, a terceros.
Tal vez el último ejemplo, el
caso del suicidio de Mª del Carmen Carrasco, haya destapado un problema que
solo permanecía tapado para la administración, la acción de control del cuerpo
legislativo sobre la vida del individuo. Resulta que el suicidio, la libre
disposición de la vida propia, es un delito. Y resulta, como consecuencia, que
cualquiera que colabore es también un delincuente con el agravante de que
mientras el sujeto principal del delito resulta ya inalcanzable para la
justicia, el sujeto colaborador se convierte en reo y perjudicado.
En el fondo subyace el concepto
de eutanasia. En realidad el poso moral de nuestra educación nos lleva a un
debate estéril entre eutanasia y cuidados paliativos, estéril porque son
diferentes y complementarios. Existe una cobardía moral heredada que nos
penaliza e impide dar una solución ética al problema. ¿Cuál es la frontera
entre los cuidados paliativos y la eutanasia? , yo creo que simplemente la que
separa la acción de la inacción.
Los que en algún momento hemos
tenido que tomar decisiones sobre vidas ajenas, pero muy próximas, sabemos de
la rémora moral que nuestra decisión supone, aún a pesar de tener la convicción
ética de haber hecho lo correcto. Tomar la decisión de dejar morir a alguien
que ya no tiene ante sí más que un futuro, en la mayoría de los casos corto, de
intenso sufrimiento, de tortura médica, es complicado, y siempre queda la duda,
el mordisco interior de dudar si se ha hecho lo correcto. Esa incertidumbre
moral es, supongo, estoy convencido, mucho mayor cuando en vez de consentir
pasas a ejecutar, cuando con el consentimiento del sujeto tú dispones
activamente de la vida ajena. Yo, ahora, desde mi perspectiva, no me siento capaz
ni ética ni anímicamente de una decisión de ese tipo, pero tampoco, bajo ningún
concepto, me siento moralmente capaz de condenar a aquellos que dadas la
circunstancias adecuadas si lo hagan. Y en eso si debe de intervenir la
legislación, en definir las circunstancias adecuadas descargando a la ley de
todo peso moral.
Agravar el sufrimiento moral que
seguramente sufre Ángel convirtiéndolo en un delincuente, gravándolo
económicamente para mantener su defensa, y obligándolo a la exhibición pública
de su zozobra, es de una bajeza ética difícil de consentir. Que además eso se
realice mediante un tribunal especial, especialmente concebido y diseñado, para
delitos en los que la alarma social es la única justificación para perpetrar
una desigualdad con la excusa de corregir otra, es de una vileza legal difícil
de asumir.
El peso de la ley, que parece ser
muy pesado, no debe de recaer sobre individuos que no han hecho otra cosa que
actuar éticamente. No es ese su fin. Tampoco debe de permitir escenarios
equívocos en los que puedan darse situaciones de asesinato encubierto. Pero
precisamente por eso, se debe de acometer de una vez por todas le definición de
los escenarios en los que la eutanasia ha de ser aplicable, aquellos en los que
el sujeto pasivo aún puede expresar su libre consentimiento y su firme voluntad
debido al deterioro de su calidad de vida. Si se ha legislado sobre el aborto,
que para mí no es más que una forma de eutanasia por derechos interpuestos, no
entiendo los escrúpulos éticos para afrontar el resto de supuestos, los
relacionados con enfermedades degenerativas en fases terminales y de
sufrimiento. Acabaríamos, legalmente, con situaciones que terminan siendo
injustas para con el que sufre en primer término y con el sufrimiento de los
que asisten impotentes a su dolor por extensión.
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