Es inevitable intentar comprender
lo sucedido en USA esta noche, y necesario. Es inevitable y al mismo tiempo complicado
porque seguramente intentaremos entender lo sucedido desde nuestro propio
ombligo, sin reparar en que los ombligos, sean de quién sean, estén donde
estén, no sirven, habitualmente, ni para explicarse a sí mismos.
Tal vez la única forma válida de
acercarse a lo sucedido es desde el punto de vista ideológico. Desde la
ideología que preconiza el señor Trump, o de su ausencia, porque, desde mi
punto de vista, el populismo no es una ideología si no, como máximo, una contra
ideología, una forma de captar el interés de los descontentos sin intención
alguna de satisfacer sus verdaderas necesidades.
Prometer es gratis y en eso está
basado el populismo. Populismo que en cada lugar se manifiesta con una
ideología diferente, con una cara diferente, pero que tiene hundidas las raíces
en lo más profundo de una situación común: el descrédito del sistema, el
profundo hartazgo de los votantes con la mediocridad, la desfachatez y el
desprecio de los políticos que lo sostienen.
Si los políticos que están
instalados en el machito se pueden permitir gobernar de espaldas a aquellos que
los votaron, si se permiten, al calor de
los afines y en los mítines, mentir, prometer hasta meter y exaltar y enfrentar
a los ciudadanos, ¿por qué no podrían hacerlo lo mismo cualquiera con
aspiraciones de poder?
¿Cuál es la diferencia entre
prometer lo imposible y prometer lo que no se piensa cumplir? Para mí, y
sospecho que ya para la mayoría, no hay diferencia alguna y lo único que me hace
elegir a unos frente a otros es la desconfianza de lo que me espera tras las
palabras, eso que, pomposamente, podríamos llamar las formas.
No me importa, no debería de
importarnos, si el populismo se presenta con una apariencia de izquierdas o de
derechas. No deberíamos caer en la trampa de ver como el argumentario exhibido
por unos y otros es radicalmente, ya salió la palabreja, distinto, frontalmente
diferente. El populista solo dice lo que la gente quiere oír y eso depende de
la situación y la historia de cada lugar.
El populista busca la carencia,
palpa el descontento, elabora el mensaje que le van a comprar y se lanza a la
conquista de los que necesitan algo diferente dada sus situación anímica, económica
y social. Lo que necesita oír como bálsamo a su desmoralización y desmotivación
como ciudadano incapaz de contribuir a llevar a la sociedad por un camino en el
que se sienta representado. No importa lo que se le ofrezca porque ya se da por
sentado que nadie le va a preguntar cómo piensa lograrlo, y si, por casualidad,
lo preguntase siempre se puede tirar de soflama y retórica hueca para evitar la
respuesta.
Decía Kafka que él prefería la
aristocracia a la democracia porque al menos los aristócratas ya eran ricos. Yo
no voy a caer en ese grado de cinismo, pero tampoco voy a descartar esa parte
de razón que esas palabras, correctamente interpretadas, contienen. Reinterpretándolas
a lo que nos ocupa: yo prefiero los partidos del sistema a los populistas
porque estos ya sé hasta donde se atreven a llegar y me queda alguna esperanza
de poder conseguir un sistema de verdadera representación.
No puedo evitar, queda casi
implícito en sus formas y en sus hechos, adivinar tras el populismo una
querencia inquietante hacia el totalitarismo, y eso me asusta más, mucho más,
que cualquier otra posibilidad.
Así que mientras pueda, mientras
tenga fuerzas y palabras, mi lucha será por conseguir un sistema que me
represente, por las listas abiertas, por la circunscripción única, por los
políticos comprometidos y por la libertad y la verdad por encima de cualquier
otro valor. Si conseguimos eso, si conseguimos sentirnos representados,
valorados, cómplices de nuestras decisiones, el populismo pasará a ser un
pasado mal sueño. Por pedir que no quede.
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