jueves, 13 de agosto de 2015

Puente Sobreira

Ayer estuve en tu puente, papá, en ese puente de piedra, umbrío, oculto entre arboles, silvas y casas en ruinas que tanto significó en tu niñez y en la de tus hermanos. Ese puente al que te acompañé unos meses antes de que tu enfermedad empezara a alejarte de mí y acercarte a su memoria.
Cerca de Faramontaos, en Sobreira, puente que ahora transitan los peregrinos y algún vecino que ocasionalmente precisa de su concurso para cruzar un río de aguas escasas este año, tan escasas que apenas son un encadenamiento de charcos sin corriente entre ellos. Puente ante el que, más allá de flujos y reflujos de su caudal, el tiempo, el recuerdo, la memoria, que tan escasa te es de este momento presente, parecen florecer y hacerse un centro fundamental de los retazos de tu vida que aún no se han ocultado tras el traicionero velo de la enfermedad.
Recuerdo aún con emoción la visita que hicimos. Recuerdo aún tus ojos, tu sentimiento, tus palabras en el momento de visitarlo. “Mi puente”, decías, “mi puente”. Casi como un mantra, como un intento desesperanzado de retener junto a ti lo que se te escapaba, de transferirme la memoria que sentías perder para que yo pudiera perpetuar esa vida que tú tanto añoras. La abuela en su escuela dando clase, los niños de tu época, la casa en la que vivías, vuestras correrías.
Y por eso, para poder cumplir ese deseo, he ido yo ayer hasta el puente. Acompañado de mi hija para que ella sea depositaria de esa memoria que tú quisiste compartir conmigo antes de que se desvaneciera, de que se perdiera en esa maraña de tristeza, de incomprensión, de palabras extrañas con la que tu enfermedad te castiga en tus escasos momentos de lucidez.

Desde Puente Sobreira, papá, te quiero, te recuerdo, te revivo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario